Dom 12.07.2009
rosario

CONTRATAPA

Amores en tiempo de Justine

› Por Gary Vila Ortiz

No la Justine del inolvidable, incomprendido, vituperado y además, como buen libertino, enemigo tenaz y valiente de las torturas y de la pena de muerte, Marqués de Sade. Podría hablar de aquella Justine, pero no. Regresaré a otra, a la del Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell, lo que confirma, según un querido amigo (Eduardo D'Anna), que soy un tipo viejo, anciano, senil, decrépito, que no distingo entre las naranjas de Prokofiev y los naranjos en flor de los hermanos Expósito. Sigo creyendo, sin embargo y pese a lo expresado por mi amigo, y tal vez pese a la opinión de los eruditos , que las cuatro novelas del cuarteto son una lección de amor de la cual todavía se pueden aprender muchas cosas: Justine (1957), Balthazar (1958), Mountolive (1958) y Clea (1960). He vuelto a ellas, sobre todo a la primera, y me siguen dando una mano. Una cita y un breve comentario: ¿Eran tan frecuentes esas escenas o mi memoria las multiplica? Quizá sólo sucedió una vez y los ecos me engañan.

Es que todo ocurre como si ocurriera siempre y parece que sólo la repetición de las cosas pudiera valorar esta forma de amarse. Una y otra vez volvemos a algo que es como un rito. A veces soy en el instante, en el momento del instante, una serie interminable de seres posibles que te aman. Y todo, pienso o supongo pensar, debe haber ocurrido sólo una vez. Es inútil volver a evocar todo aquello con los medios tan inútiles de la palabra. Pero no tengo remedio. Ayer, como hoy, creo más que nunca en la palabra. Y pensar que a veces solía decirme he intentado evocarte en un poema, describirte en alguna línea, detenerte en las palabras. ¿Cómo he podido suponer tan imposible aventura? Si estuviera feliz te diría que un único sector de tu espalda (sintiéndola en el momento que la siento) es más rica que un poema de Mallarmé. Si estuviera feliz te diría que sólo uno de los movimientos de tus piernas (cuando lo percibo sin verlo en mi espalda y mis piernas) tiene la plenitud del piano en una obra de Debussy. Si estuviera feliz te diría que esa tu boca entreabierta y ese temblor entre la lengua y los dientes que repiten un juego de moluscos (aunque no sé de qué juego se trata) son como el tiempo recobrado de Proust. Pero no estoy feliz porque la felicidad no es nunca una certidumbre sino el aplauso de una sola mano o el estallido de una epifanía.

No te puedo evocar con palabras. Y como soy la tristeza, siento que mis manos viajan por el aire y tocan el fondo de una galería habitada por fantasmas. Qué maravillosa capacidad de desdicha tenemos los escritores. ¿Hasta qué punto debe permitirse a un hombre que intente penetrar en su interior, que se recorra, se estudie, que suponga (equivocadamente) que la poca lucidez que le queda le permite meditar sobre los distintos momentos de su vida, empecinado en comprenderse? Se mira en todos los espejos, que son los otros, para probar un atajo hacia su vulnerado corazón. Solamente rozará ese límite en donde algunas cosas le serán claras y escuchará el ruido final de su propio derrumbe. Si quiere lo escuchará con atención, como si fuera el de alguien lejano, no el suyo, como si fuera ella la que se lo murmurara en el oído, mientras sus manos insisten en otro sitio del pequeño universo del cuerpo, susurrando en lo que el hombre todavía puede oír que es él mismo quien construye, con minuciosa perfección, sus propios caminos del derrumbe. Ella, claro, siempre es inocente. La inocente que decía: sabes que jamás cuento una historia de la misma manera. ¿Acaso eso significa que miento? ¿Cómo es que se modifican las cosas en un ámbito tan pequeño? Eso era una gata y ahora es un caballo pero luego es tu pelo, un sector de tu cuello y tu cara apoyada en mi sexo y (pero ya han pasado algunos minutos) eso era tu mano derecha y mi mano izquierda y otra vez tu boca que devora y otra vez esa danza que se volvía a bailar como alguien la bailó por primera vez. ¿Hubo otros cambios, después? Sí, lecturas: Camus, Macedonio, Pound. Y música: Stravinsky, Schoenberg, Webern, Berg, posiblemente Boulez. Pero siempre entre modificación y modificación todo se iba cambiando y mi cuerpo resbalaba sobre el tuyo hasta que eso era una sonrisa final, el cansancio y algunas palabras, y después el nombre secreto de Dios musitado por dos bocas. Cómo sonreíamos entonces frente a cualquier cosa, desde una película del gordo y el flaco hasta una noche viendo "La cantante calva". Quiero acabar con esto lo antes posible. Creo que hemos ido demasiado lejos para retroceder. Como ocurre con la lluvia, nunca puede volverse al día anterior, aun cuando la lluvia cambia el sentido del tiempo y el sentido de algunos poetas. Escucho tu voz en el oído, siento la exploración de tus manos, respiro el aire de tu boca. Nada está demasiado adelante ni demasiado atrás, nada tiene un sitio en eso que llamamos tiempo o que pensamos es el espacio. Mientras la sostenía livianamente en el hueco del brazo no pude dejar de pensar en lo poco que nos pertenecen nuestros cuerpos. Escuchamos a Ellington, leemos un poema de Rilke o de Pedro Salinas. Tus dedos dibujan, ignoro de qué manera, un camino entre los dos. Conversamos de la memoria con aquello de la memoria que nos va quedando. Quiero contarte, Justine, ahora renacida. Todo quiero contarte, sobre todo porque amo tu risa. Y tu cuerpo. Pero ¿cómo describir tu cuerpo? O ¿para qué? ¿Cómo describir tu forma de hablar, tu intercalación de palabras en donde posiblemente no vayan esas palabras? Trataré de contarte, Justine, los finales imaginados para varias historias. Y si no puedo hacerlo, si no es así, no entenderé nada, solamente que tu cuerpo no me pertenece, que es tuyo, inevitablemente tuyo. Puedo escribir, no puedo retenerte.

P/D, 2009: Húmeda, húmeda, humilde humedad del humo. Ella en zapatillas, con el vestido desprendido. Humo, suave aroma del humo y las hojas del otoño. Ella acercándose, las zapatillas ruidosas (apenas audibles) como insectos desconocidos. Ella apretándose a mí, balbuceando cariño. Humilde humo, humilde humedad. Ella arrojando el pudor por la borda. Ella de rodillas, gritando ardor. Ella gimiendo, ella cerca mío, ella lejos de mí en una fotografía. Ignoro la diferencia.

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