Sáb 25.07.2009
rosario

CONTRATAPA

La curiosidad y la esperanza

› Por Miriam Cairo

Moscas. Revoloteo de moscas impacientes sobre el cadáver de la oscuridad, todavía vivo. Hay cosas tan difíciles de determinar. Cuáles son los vivos, quiénes están muertos. Vientos huracanados no alcanzan a barrer la pavorosa confusión. En parte, porque son demasiados los detalles que la fundamentan, muchos más de los que podría imaginar el viento.

Nidos. Al caer sobre la almohada que es el templo, los gemidos de la noche no despiertan. Queda claro que éste no es un mundo para todos. No es lugar para el hombre que abre los ojos como un dios sin nubes. Poca falta hace quien construye nidos imaginarios para pájaros que no existen. No importa la lluvia que trepa el muro para llegar al cielo. Pero estamos todos.

Estigmas. A fuerza de meter los dedos en los estigmas de la noche hemos aprendido a sostenernos de una sombra. Y no se nos han caído los ojos despavoridos cuando, entre el ver y el imaginar, extrajimos el racimo de la aurora. Aquí estamos con los brazos extendidos para sostener cada nube rota.

Indice. Se balancea el abismo para atrapar sus víctimas precipitadas. Como una ironía enrollada en el índice, avisa a sus presas que no hay necesidad de Dios en la caída. Pero él mismo, siendo abismo no ha brotado de la nada sino que es una creación de los caídos. Abismo y abismado son necesidades mutuas.

Magnitud. La luna no busca el río, desamparada, por falta de seguridad en sí misma, sino porque cada noche recita de memoria, a los peces, el alfabeto del sueño.

Está muy claro que en este mundo no somos todos bienvenidos. El único problema es que estamos todos. Y aunque nos falte arraigo sabemos que ocupar el mundo por escrito o por espanto resulta muy incompleto. Porque el mundo, a causa de su magnitud, excede tanto la intención como el sentido.

Hierba. Con la cabeza erguida y despeinada también el crisantemo se nos parece. Desde algún rincón alguien escribe todo. Alguien va trenzando finamente el hilo de la curiosidad con el hilo de la esperanza. Y leemos que nada es cizaña. Todo es hierba. Alguien ama a quien no debe. Alguien no ama a quien debe. Así hablamos nosotros en medio del camino. Esto vemos: la venganza antigua de vivir sintiendo.

Trino. Remoto llega un batir de alas, un color, un trino, pero el jilguero no sabe que nos consuela. Hijos del asombro y la impostura, simulamos una indolencia fastuosa, un recato de mortaja, mientras desnudos y ardientes batimos el cuerpo adentro del alma. En las calles, los templos, las oficinas, nos mezclamos astutamente entre los otros para no causar pavor ni merecer socorro.

Oficio. La superficie del mundo es extraña. Una funda impenetrable para los seres forjados en la memoria del fuego. Seguros de que el oficio de mirar es tan arduo como el de habitar el mundo, abrimos los ojos como el poeta abre el verso, pero no buscamos la salvación en aquello que vemos.

Desnudez. Queda todavía por explicar de dónde sacamos nosotros las dotes para respirar el hilo de aire cuando el mundo, dueño de nuestra asfixia, está en cierta medida exasperado. Es tan obvio de explicar como la desnudez de la música que atraviesa las madrugadas. Algo así como una ternura erótica que nos arrastra a la curiosidad y la esperanza.

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