CONTRATAPA
› Por Adrián Abonizio
Handirtz o algo así sonaba su apellido, pero para todos era "Trinco", dado su afán por voltearse hasta las moscas. Había sobrevivido a topetazos de duelos y allí estaba en plena callecita de Zeballos al fondo, donde el azul metileno de la noche devora todo y ya no quedan caras ni sombras ni voces ni nada. Sólo queda el boliche de Taco y su empedernida manera de girar luz de fanal al mundo de la luna oscura. Allí, al lado nomás tejido de por medio y tras una galería de chapones remendados con tejas y algunos maderones anda Trinco cuidando la caballada, libre del carruaje malevo que se le impone todo el día. Cuida los carros, da de comer a los caballos y se aposenta alguna yegua, dicen, para luego, perfumado como un sufí, tomarse unas ginebras en lo de Taco. Hoy el viento trae aromas de alfalfas recias que Trinco ha dejado fuera para que se oreen y junte, según él, más energía bajo la luna fría e insomne de este invierno de bajo cero y escarcha que parecen cuchillas blancas. Mi papá está debajo del alero charlando con él: comparten un pasado de pescas, diseño de anzuelos, y el mismo hambre de vivir desaforados que ambos arremolinan. Trinco vive solo, mi viejo se debe a la familia y disimula, con el freno en la boca lanzando breve espuma en su entusiasmo cuando no lo ve mi mamá y anda como todos, buscando algo en la semioscuridad, echando frases, bebiendo moderado, llevándome con un toquecito en mi cabeza afelpado con el gorro a ver el escenario de olores y golpeteo de los cuchillos sobre los maderones, remedo de un tiro al blanco que evita, dicen, asesinatos y favorece la puntería. Hay algunas hembras, no muchas, dos, pueden ser tres, que nunca terminan de irse y por una cosa u otra se van deteniendo con su compra entre los brazos, un vino para su hombre envuelto en papel de diario, un muestreo, un orejear del borde de una carta destinada hacia algún hombre de allí pero que nadie debe notar en este partido de truco ya que la señora es señora y a varias casas de por allí se encuentra su marido esperándola. Se oyen dos radios a la vez. Entra Trinco seguido de mi viejo que me depositó de un levitar sobre el mostrador con hule, patitas al aire. No sé que hacemos allí. Afuera está la chata de la marmolería donde trabaja mi padre y nos hemos desviado camino a nuestra aldea por esas calles de tierra. Mi padre, por lo visto, debía hablar con Trinco y ya lo ha hecho, pero como todos, siente el pegote del imán y da vueltas en torno a las baldosas levantadas, irregulares y yo no me explico como la gente puede caminar sobre esta base despareja. Como no se va definitivamente de esta ostra violácea, de este antro azul que hiede a pasto y cierra las persianas porque afuera la luna enorme ha crecido y nos terminará devorando. Extraño mi cama, tengo hambre; mi padre pasa, me toca la mandíbula y percibo su aroma a vinos recientes. Trinco separa a una hembra y la lleva al costado, hace señales leves que definitivamente apuntan a mi viejo. Ella asiente, ríe como en los almanaques y reconozco una boca plena y un mareo de entenderlo todo y a la vez, sentir alivio, pensar en mi madre que es mucho más hermosa, pero no abatirme de presentimiento, aunque ya sé que es una certeza de lo que hace mi padre en ese territorio. De pronto algo me eleva. Por detrás, el dueño, Taco, me eleva tras el mostrador y me sirve a escondidas un trago de naranja con algo amargo que rezuma alcohol. Asoman las manos velludas de mi padre se ha quitado el saco para tomarme al vuelo y devolverme en el hule y oler lo que estoy tomando. Aprueba. Vamos, le suplico. Vamos, papi. Y debe ser la quinta vez. Ella, la hembra de vestido con florcitas tristes y culo de almidón desaparece y Trinco detrás. Le hace una venia militar a mi padre, quien sonríe y le puedo distinguir el brillo acerado de su molar enchapado. Paga, me extiende un trozo de caramelos cortados en tira envueltos en un papel y dando un giro saluda a la audiencia y se va con su cachorro bajo el brazo. Lleva otras cosa y es la excusa para haber venido hasta acá. Un medio jamón y una redonda. Una de goma nuevecita con perfume ácido que me cierra la nariz. Es su llave para volver tarde. Es su alegría perpleja que lo hace sonreír cuando ya encendió la chata y con su mano derecha me pasa los dedos por mis hombros. Es un juego la vida, es bellísima la noche cuando uno quiere. Y habla para sí, para sus amigos, para su mundo de olor de caballos, caña brava, tabaco y el perfume de señora que no ha notado lleva impregnado entre los dedos que juegan con mi oreja y hacen ritmo sobre la panza flamante de la pelota que llevo agarrada bien en el pecho.
En el fondo estoy contento: mi papá me ha dejado entrar en la noche.
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