Jue 10.09.2009
rosario

CONTRATAPA

El amigo de Alan Ladd

› Por Jorge Isaías

Ese monte de alta coníferas que uno veía de lejos perteneció al casco de lo que fue la estancia "Maldonado".

Dos cosas me llaman la atención cuando el tema aparece en alguna conversación entre mayores, que somos los únicos que podemos dar cuenta de algunas cosas que las generaciones jóvenes ignoran y no está dentro de la esfera de sus intereses enterarse. Nunca sabré quien bautizó esa estancia con ese nombre, ya que los dueños originarios fueron suizo alemanes y la otra es que tampoco hay prueba cierta ni quién fue el responsable de esa decisión de plantar un monte de esa magnitud en esa llanura acostumbrada a las pezuñas de las vacas.

Otro misterio -y es el más trágico insondable es descubrir qué mente asesina mandó a cortar esa variedad irrepetible de árboles que nunca más se vieron juntos.

Cabe hacer una aclaración que se base en mi estricta, mi traicionera memoria y yo no sé si puedo ser preciso y veraz, pero debo ser sincero. Me asalta una duda: ¿estaba ese monte muy cerca del casco "de las casas", diría un criollo? Para el caso da lo mismo. Creo que estaba algún centenar de metros o dos, como quien va al pueblo "La chispa" para quien es conocedor de la zona.

Ese monte subyugaba mi infancia. Demasiado lejos del pueblo para una incursión de caza, demasiado peligroso también para llegar hasta ese lugar a intentar que los capataces o simples personas nos dejaran llegar hasta allí sin permiso de los dueños o del mismísimo encargado del campo. A la ocasión la pintan calva, dicen, pero yo la tuve y la aproveché. Fue así como pude conocer ese motivo de interés que con el correr del tiempo se me iba poniendo inaccesible. No habré llegado a los diez años cuando mi tío Berto, esposo de mi dulcísima Tía "Ita", a la sazón encargado de la sección "Apicultura" del establecimiento, invita a mi padre a una incursión de caza en el mismísimo monte.

No era caza habitual -perdices, patos o liebres que siempre emprendían. Era caza nocturna de palomas monteras.

Ocasión única y muy triste. Aunque yo al ser convidado no pude disimular mi alegría.

Los motivos de esta invitación obedecieron a una razón práctica. Iban a ir con gomeras y necesitaban a alguien que les alumbrara las piezas en esos altos árboles con una linterna.

De todos modos, en ese tiempo, acompañar a mi padre o a mis tíos en cualquier actividad donde los adultos me tuvieran en cuenta, incluso, para tareas muy menores, era motivo de indisimulado orgullo para mí.

Así que una noche, Cholo Hidalgo -también empleado de la Estancia, creo nos vino a buscar en un auto negro, un Chevrolet cuadrado, modelo del año 30, colijo y creo, propiedad de la estancia, aunque no lo puedo asegurar. El otro de la partida era Natalio Pereira, hermanastro de mi tío y el más joven de los adultos.

Nos pasamos toda la noche recorriendo ese predio o parte de él: yo con una linterna alumbrando hacia las ramas. Empezaba por las más bajas e iba subiendo el haz de luz hacia lo alto, según me habían instruido, y los grandes a limpio gomerazo no dejaban casi pieza viva. Era tal la indefensión de los pobres animalitos que hoy de recordarlo solamente me da mucha pena y una culpa retroactiva. En nuestra defensa diré al menos que esa bolsa maicera -y la gente de campo saben de qué hablo: eran las más gruesas y también las de mayor capacidad repleta de piezas fue a parar a las ollas de las respectivas familias. Hoy ya no recuerdo de qué forma preparó mi madre esa carne blanca y exquisita. Pero esas palomitas monteras que fueron a dormir con la falta de precaución de siempre no sabían que iban a encontrarse con la muerte. No tuvieron tiempo de despertar siquiera cuando yo las encandilaba con una luz potente que iba innecesariamente acompañada por el hondazo de la muerte. Por suerte para mi culpa adulta nunca más hicieron incursión semejante aunque yo en aquel tiempo no era consciente y sólo me preocupaba por compartir ese velado y misterioso mundo de los adultos.

Como cuando mis tíos menores -Ñato y Ruso a la sazón juntadores de maíz en la chacra de don Jaime Aguiar pasaban a buscarme en sulky y me llevaban al cine "La Perla" a ver esas películas de cowboys donde Randolph Scott o Alan Ladd andaban a puñetazo limpio distribuyendo justicia por todo el Lejano Oeste y mi corazoncito atribulado se llenaba de fantasías justicieras sin saber que todo era ilusión hollywoodense, como para romper el tedio de ese pueblo rodeado de maizales, de hondos zanjones, de ranas croadoras, de heladas pampas que quemaban el pasto, convertían en hielo el agua de todos los charcos pero a mí esas noches inolvidables hacían que me durmiera pensando que fuera de ese pequeño pueblo perdido en la llanura no era el centro del universo sino que una fantasía, lejana como un sueño, podía gracias al misterio del cine transformarme en el amigo de Alan Ladd, ese petiso de jopito que destruía a puñetazos a todos los malvados de la tierra.

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