Dom 13.09.2009
rosario

CONTRATAPA

El cuadrero

› Por Adrián Abonizio

A Gilberto Krass

Venía de lejos, siempre estaba llegando al territorio de las cañas, los techos de chapa, la perrada en los barrios bajos donde los micros se detenían para saciar la sed, embarrado el borde de sus zapatillas medio básket, su sonrisa de lado y el pelo larguísimo. Una mochila al hombro, rectangular por los cuadros que cargaba dentro y lo transformaba en astronauta y las manos flacas; invariablemente en camisa, sin frío, azotado por los huracanes y las ventiscas de frente. Esa voluntad de vendedor de retratos a domicilio, cuando era posible aún transitar los arrabales, lo hizo famoso y querible entre las señoras que se encantaban con su andar de fiera mansa, su canchereaje de mozuelo, sus historias de mercachifle con dignidad. A nosotros nos gustaba su leyenda. Era el Judío Errante, según oímos, pero desconocíamos lo peyorativo del tono. Nos habían dicho los curas lo ignominioso de lo primero y lo vanal de lo segundo: el universo sin el Dios sangrante de las iglesias era para los malnacidos y el caminar sin rumbo para los ateos. Eso oímos de boca de aquellos temblorosos curitas remendones de almas que teníamos cerca.

¿Qué pasa; qué hay de nuevo? exclamaba al vernos y se sentaba mientras fumaba y se sacaba el cansancio contando aventuras. Un día abrió el bolso y una mujer desnuda con el brazo detrás de su nuca apareció.

Es una Modigliani, anunció. Una gordita amarilla y rosa. Las Meninas, dijo señalando una escena. Después el desgraciado de Picasso la desfiguró. Hablaba de ellos como parientes, cercanos forwards campeones en trofeos. Era como si abriera un álbum de figuritas. Los soles giratorios en una noche azul y extraña. Es un Van Gogh, pobrecito, decía. Se rebanó la oreja y nunca vendió una mierda. Huy, estos Goyas, murmuraba silbando para si y nos corría el paño donde cotejábamos toros muertos, fusilados y lo que desconocíamos pero se llamaba aquelarre con una cabra reinante en el centro. Si ven esto los curas me fusilan, decía en una carcajada. Y nos hablaba del olor de la trementina, del júbilo cuando algún autor de estos vendía un mísero cuadro original, allá lejos y hace tiempo y que ahora estaban todos muertos. El vendía las reproducciones para honrarlos.

El Cuadrero, le decíamos. Ahí viene el Cuadrero. A pie, portando una figura de mago, ensuciado sus pantalones claros con algún salpicón, su camisa perlada bajo las axilas sudadas, alguna flor a modo de los carreros en la oreja, el pitillo humeante en sus dedos de gigante flaco y el tiempo para apoyarse en los ladrillos y narrarnos alguna andanza, alguna contingencia mundana, exótica, febril, elegante, cargada de romanticismo. Africa, las nubes, los santos irreverentes, las vírgenes que no eran tales, piratas, la revolución, el teatro y las artes eran su mejor ámbito. Un día nos animamos y le preguntamos sobre el tesoro. Ah, ¿el tesoro, eso dicen que busco?. ¿Cómo el de los faraones? Claro, lo dirán por ahí, en el club, sus familias. Es verdad, y estoy cerca de encontrarlo.

Hay un mundo chicos, hay un mundo mejor que está más allá, y apuntaba por detrás de los techámenes odiosos de las fábricas de plásticos o la avenida barrosa. Hay que descubirlo, hay que recorrer mundo. Estos son mis amores, contestaba cuando le preguntábamos por mujeres y se abrazaba teatralmente a los cuadros. Bueno, me voy a engañar gente, decía de un salto y nos palmeaba las espaldas, uno a uno, como hacían los técnicos de básket, los coroneles que veíamos en el cine, los galanes partiendo envueltos en la bruma de la noche y fumando, fumando siempre.

Hoy lo descubrí en un bar, con gorrita azul de pescador, bastón en ristre. A su alrededor, como si fuese aún aquel contador de cuentos, un grupo. Se perfilaba para prócer; había estimulado el arte, había ganado mucho dinero y perdido poco; había pasado madrugadas discutiendo sobre pinceladas y parlamentos, sobre peces y amaneceres. Me lo contaron cuando pregunté por él. No me acerqué, lo miré como quien avizora a Ramsés II aspirando de un narguil, bajo una enramada con el templo que cuenta su gloria detrás con escriba a favor, amantes en las galerías, escudos guerreros en las paredes, jeroglíficos escondidos tras los portones de hierro. Le puse la mano en el hombro. No se acuerda de mí, pero soy uno de los que encontró el tesoro, gracias. Y por respuesta solo atinó a señalarse la sien, como el arcón del oro legítimo y agregar si quería que le firmase un ejemplar de su libro. Luego me hizo llegar a mi mesa un vaso de vino. Desapareció con su corte. Ya no vendía nada más, creo que con su trajín había comprado, parcelado y revendido más de una vez al mismo cielo agnóstico, comunista y vital que logró al fin enmarcar y que será, igual que los reyes, enterrado en su catafalco, cuando los pinceles negros de las honduras terminen por fin con su retrato.

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