CONTRATAPA
› Por Gary Vila Ortiz
Todavía deseo en la calle cualquier cosa que pueda desear, sin pensar en lo imposible de ese deseo o en sus consecuencias. Me doy cuenta pero uno se da cuenta después de que sentado como estoy en la mesa del café que está al lado de donde vivo, un café con nombre de sugerencias catalanas y en especial de Gaudí, me sorprende, decía, al darme cuenta, que comienzo a desear atropelladamente lo que mi mirada observa como si fuera una cámara dirigida por Antonioni y pasara de una botella de vino cuya etiqueta me atrae a una chica que camina por la vereda de enfrente sabiendo que alguien la mirará y se contonea, se mueve como solamente algunas mujeres de esta ciudad pueden hacerlo. La mirada pasa luego a una fila de frascos de dulces y unas latas de té. Una de las muchachas que atienden sonríe al dejar el cortado en jarrita y el alto vaso de agua que he pedido helada y yo me digo que volveré mañana a la misma hora y que ella deberá recordarlo. Una señora en otra mesa, una señora ya grande pero más joven que yo, claro, lee con entusiasmo envidiable el primer tomo de una edición de -Moby Dick-. Ya lo he leído: desearía poder olvidarlo (lo que no es posible) para poder sentir el deleite que ella siente en esa (quizás primera) lectura.
Deseos inofensivos a la hora de la siesta. Después pienso que es la edad, sobre todo, la que los transforma en inofensivos. En mi mente no lo son de ninguna manera. Alguna vez le dije a un amigo que ya partió que nada era inocente y en estos momentos, mirando por la ventana del café, comprendo que las cosas siguen siendo así. Ningún deseo es inocente porque siempre (o casi siempre) en cada deseo hay algo de trasgresor. La compulsión del deseo, en todas sus gamas.
Es el deseo el que me lleva a cosas que nadie, o pocos, califican de deseo. Se desea una mujer, una copa de ron, una rodaja de jamón crudo con aceitunas negras y queso camambert, pero también se puede desear escuchar ese disco de Ellington, los cuentos de Joyce, hojear un libro de reproducciones de Klee, releer a cummings (en minúsculas, como él quería), volver a la memoria imposible de cosas de ayer y de hoy, muchas, como por ejemplo seguir leyendo (y que el libro no se agote) Kafka en la orilla, de Haruki Murakami.
La misma forma tiene el deseo cuando quisiera alcanzar el cuerpo de esa mujer, ese trago de algo fuerte, la escritura de un poema, el ruido de las teclas de la máquina de escribir, el humo del cigarrillo, las repeticiones como un ritual de alguna tribu primitiva. He hecho cosas sin deseo alguno, creo que a todos nos toca, pero si puedo evitarlo no las hago. No viajo, salvo por circunstancias de excepción, inolvidables claro, porque no siento el deseo por el viaje, por lo que comúnmente se llama un viaje: para mí, ir a comprar un paquete de cigarrillos o un libro es un viaje de intensidad similar, quiero creer, a un viaje al centro de la tierra. No, en realidad no me complacería ir al centro de la tierra. Nada de eso, ni viajes submarinos ni viajes a la nada. En este momento voy viajando en el lento andar de la luz en una mañana de julio. El invierno tiene esa manera de viajar lentamente. Me gusta esa manera lenta de viajar del invierno. Memoria: recuerdo una noche de no sé hace cuántos años haber viajado a tantos sitios de mi mente, sentado en un banco de plaza mientras esperaba que una mujer a quien deseaba ver regresara a su casa.
He deseado cosas en la terapia intensiva de un sanatorio, no el obvio deseo de que todo saliera bien, sino cosas absurdas justo en ese momento en que pensaba que nada saldría bien, sino precisamente todo lo contrario. ¿Esos deseos absurdos eran una distracción? Sin embargo, estaban, o acaso eran delirios de los distintos seres que me componen para saber cómo afrontar lo que vendría. No el presente estricto de la operación, más bien el pasado que me había llevado hasta allí y el futuro que me esperaba en algún lugar. Todo parecía, entonces, ajeno a cualquier tipo de compulsión de lo deseable, al menos para mí.
El primer placer, el que más nos atrapa, es experimentar el deseo, aun cuando no tenga culminación alguna. Todo puede ocurrir en las ilimitadas compulsiones del cerebro: cada acto está rodeado por la memoria de otros actos similares, nunca idénticos. La exactitud escapa de los mapas del deseo. Se pueden sumar territorios inexplorados, pero incluso en los territorios ya conocidos todo es diferente.
En un momento, es cierto, llega otro deseo, el del poema que cuenta, o intenta contar, lo que no puede narrarse. Uno comprende, con cierto dolor, que ya no queda nada en las palabras (huecos de viento): ni los restos de las cenizas de cigarros acumulados en ceniceros de madera oscurecida por el fuego, ni algunas patillas rotas de viejos anteojos dando vuelta por la casa como si tuvieran vida propia. No hay papeles en los bolsillos con aquello que fue escrito en el mismo instante en que lo desechábamos. La vejez no tiene posibilidades de poseer nada (pese a la persistencia del deseo). El sabor del ajo, de la mandarina, del vino, de tu sexo, del chocolate, ¿dónde ha quedado todo eso, fuera de su sitio inalterable en la memoria? Todo parece tener ahora (en estos momentos de las diez de la noche de un miércoles) un horario misterioso pese a su presunta exactitud, siempre cambiante. Además hay dos horarios: el del acto en sí y el de sus alrededores.
Todo lo buscamos, cansados, en una libreta donde hemos apuntado los horarios de los trenes que ya no existen, esos fantasmas que recorren las paredes húmedas en busca de otros fantasmas. Se encontrarán, lo sabemos. Pero ¿cuándo? ¿A qué hora? ¿De qué día? ¿En qué mes? La culminación de nuestras imposibilidades. Quedarnos dormidos con el deseo de que los sueños expliquen algo, cualquier cosa, lo que le venga mejor a los fantasmas inhabitables.
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