CONTRATAPA
› Por Adrián Abonizio
Cuando nací todos pusieron en duda que viviera de tan flaquito que había llegado. Muchos lo seguían poniendo en duda y auguraban para mi madre sola un paño de lágrimas. Vinieron las consultas al médico de la familia un decir pues médico de la familia sólo tenían quienes estaban constituidos como tal. El facultativo era un quinielero sin matrícula, un curapupas que atendía a domicilio fumando, sanador, místico y arrabalero. Nosotros éramos apenas mi vieja y yo, rodeados de parientes zonales. Una familia en construcción permanente pero nunca asentada. Familiares que se mudaban, y otros ocupaban la casa. Algunos morían y otros, naturalmente la tomaban. Sin reyertas, amables en su ronda. Pocas peleas y mucho movimiento. Toda esa traslación de gitanos me ensambló en la idea de una fugacidad temprana por las cosas y los seres.
Pasaba el día en una casa, corriendo tras la pelota, en los baldíos con rocas lunares y por la noche me llevaban a la mía. Mamá no quería que yo me quedase a dormir en otra cama que no fuera la nuestra. Le entraba un pánico vespertino, una angustia disimulada en sus cigarrillos largos que fumaba como una actriz, semirecostada en el parante de la galería, mientras mi tío Gerli abría la puerta y se sonreía como sonreían antes los mayores. Con todos los dientes y feliz en esos costumbrismos de verse con cualquier excusa y prolongar los lazos sanguíneos.
Toda esa movilidad, creo, hoy que soy mayor y ya casi ni los veo, me llevó a estudiar la Historia. Necesidad de fijarme en algo establecido y sólido como el pasado. No hay nada mejor que un pasado. No se lo puede mover, se lo puede ojear de arriba, de abajo, como a un hueso o un esqueleto, se lo puede admirar, relativizar más nunca romper. Un cuadro estático ante tanta mudanza. Eso, sin sicologismos representa el huir sin fronteras, salvo la de la Historia puesta allí como la legítima barrera ante tanto descalabro. Por esos días le pusieron la bomba a mi tío Estoril. Le decían Estoril porque era el dueño del bar homónimo y había sido peronista y caído preso en el 55. Es una bombita de mierda, estos militares ni fuerza para armar una como dios manda tienen, dicen que dijo a la puerta del bar. Yo pasé por ahí y había un comando radioléctrico estacionado en la vereda de donde por algún hueco de agua roto, manaba una cascada que llegaba hasta la canaleta para luego desaparecer cuadras abajo. Mi tía Espina estaba seria pero se alegró cuando me vió. Me apretujaba contra sus tetas bajo el batón y yo olía allí, en un síntesis casi aritmética, el mundo entero. La cebollas de las quintas traídas en largos camiones llenos de tierra de las quintas de Alvarez; el queso rancio a propósito "le da más gusto si está pasado" de los tanques cordobeses donde lo almacenaban, un vago aroma a flores frescas y pan frito con un toque de anchoas más vino tinto volcado. El delantal prodigioso que lucía pese a este abanico estelar de olores siempre almidonado, lo mismo que los manteles. Se la pusieron, dijo apretujándome. Y hablaba para ella, con la bravura en sus ojos celestes de española celta y su voz de disgusto. Se la dieron a la final, y miraba con rencor a mi tío que se movía dando órdenes. Me estrechaba contra el frente de sus caderas que no habían visto hijos pero si empellones variados, al decir de los comentarios jocosos de los parientes.
Ella no lo negaba y se reía con la boca grande, los hoyuelos profundos, el olor a comida en su pelo que pero a ello no la tornaba desagradable. Me deshice y salí a la vereda. Un milico me hizo correr con las palabras mágicas de la época. Circulá, pibe, circulá. Le hice jueguitos con la pelota delante de sus narices. Por la noche, a la luz de una lámpara baja, mientras mi mamá oía el teleteatro del viernes, yo dibujé el mapa del estallido como una batalla. Acá estaban los buenos, de rojo, por allá en la confusa noche que llené de brumas a lápiz llegaban ellos de azul, los diablos que ponían las bombas. Aún sentía en mis espaldas de flacucho ratón las tetas soberbias de la tía Espina.
Emir era un nombre ambidiestro, servía para hombre o mujer. Emir me condujo hasta donde yo solo no hubiese podido entrar: La concha de una mujer. Como un árabe, en medio del desierto sexual, él me entregó a la Ester, solita en el cuarto donde su hermana daba clases de música. Todo lo hizo ella e impidió que huyera. Luego Emir apareció pintado sobre una plazoleta, a bleque furioso denunciándolo como desaparecedor. "Si somos cristianos le deberíamos decir a esta gente que no busque más", enunciaba por tevé algunos años más adelante un talabartero anónimo jubilado del ejército en alusión a los desaparecidos. Pero para ello faltaba mucho. Mucha Udelpa, facultad y Woodstock. Todo esto no lo sabe nadie, ni los vientos ni el almanaque, ni la Argentina frugal, veraniega y potente en que creíamos, ni menos aún el perfume ensoñante de la tía Espina que me atrapaba con firmeza de perra bella entre su caderas.
No es conveniente medir la aureola del pasado si uno anda con las defensas bajas, aconsejan. Me meto de lleno en él, mi adrenalina, mi dopamina es buena aún. Me acuerdo ahora de Emir, no se por qué. El está muerto, cayó en un operativo de las fuerzas conjuntas. Lo mandaron a hacer de nuevo, dijo el Pinguino en una esquina. Todo cosido por las propias balas imperfectas de sus muchachos colimbas puestos allí para forzar a la muerte de los subversivos y al error de disparar contra los oscuros de campera simil cuero y recortada que rodearon la fortaleza de calle Mendoza, en donde nada se encontró, salvo un bebé muerto, el papá con un 22 en mano y muchos, muchos discos de Viglietti. !Pum!, un tiro en la espalda y Emir se cayó de un techo, luego el cianuro de una de ellas y la foto de la abatida y su marido, más el agente agujereado, colocado en exposición de pasta de héroe y toque de trompeta; sobre su ataúd la bandera argentina. Equívocos de balas y bombas, Espina y la bomba, Emir y la Itaca. Olores viejos y yertos perfumes actuales donde la Historia me toca la pierna y me obliga a otro café.
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