CONTRATAPA
› Por Gary Vila Ortiz
Estoy incómodo. ¿Cómo ubicar esta incomodidad? La silla en la que me siento frente al escritorio donde se encuentra la máquina de escribir es incómoda. Para tomar algún apunte de un libro que deseo citar en lo que estoy escribiendo (y siempre necesito citar algún libro) la incomodidad se acrecienta. No puedo apoyar el libro en el mismo escritorio que, si bien es amplio, está cubierto de objetos diversos: libros, por cierto, ceniceros, dos botellas de whisky, frascos vacíos de anchoas o de mostaza, discos, papeles entre los libros. A veces puedo citar de memoria, pero no siempre. Posiblemente cada vez menos. Si dejo de escribir y me quedo en la misma silla tratando de leer, la incomodidad se acrecienta. Pero creo, sospecho, que la incomodidad es en realidad otra. Es una incomodidad, aunque tampoco puedo tener la certeza, que nada tiene que ver con la ubicación o las formas de la silla y el escritorio, ni los objetos que no me permiten manejarme con facilidad. La silla, es verdad, tiene una cierta imposibilidad de movimientos amplios. Está como en un desfiladero: de un lado el escritorio, detrás una biblioteca recargada, por lo cual para moverme debo poner atención en el adelante y el atrás, y girar la silla me resulta casi imposible. Tampoco puedo abrir los cajones de manera total. Debo levantarme, correr la silla, y recién entonces abrirlos. A su vez, los cajones están poco menos que repletos y no consigo observar todo lo que hay en su interior pues no puedo colocar en ningún otro lado lo que contienen. Diría que ese todo que hay en ellos me resulta necesario aunque no todo es de una necesidad ineludible. Guardo muchos objetos por una necesidad meramente ¿estética?
Si alguien me preguntara diría que se trata de una especie de incomodidad espiritual, una inquietud del espíritu, la búsqueda de un pensamiento que no hallaré, sensaciones encontradas en lo afectivo. ¿Es así? ¿Tiene importancia que sea así o de otra manera? Me resultaría mucho más simple señalar que se trata de esa incomodidad que viene con los años, pero no sería del todo cierto porque nunca me desplacé con agilidad. Es probable, sin embargo, que a los setenta y cuatro años esa forma de la dificultad se haya acrecentado. Hay otras cosas en la indagación. Por ejemplo, la percepción de mis falencias se ha hecho más clara en todos los aspectos en que esas falencias se presentan, se hacen visibles en lo que soy. No ofrezco resistencia a nada de eso. Si necesariamente la ciudad ha debido ser entregada a los enemigos, la lucha continúa en los suburbios de manera sostenida y si bien las bajas son muchas la resistencia también los es. ¿Por qué esta especie de metáfora bélica? Lo ignoro, salió simplemente al correr de la escritura. Podría justificarla, aun cuando me persigue aquello sartreano de que todo aquel que se justifica es un cochino, un cerdo, un porcino. La ciudad, el centro de lo que acaso podría llamar el ser, ha sido tomada de una manera paulatina, sin crueldad pero con certeza, con eficacia. Quedan en los barrios, en los suburbios de esa ciudad tomada, resistencias que posiblemente tengan un enorme coraje. El "no pasarán" de quienes defendían Madrid durante la Guerra Civil Española. Pero aunque la guerra se perdió, a Madrid no entraron hasta que la batalla final había terminado. ¿Qué significa esto como ejemplo de lo que estoy experimentando? Lo ignoro. Pero creo que es así.
No puedo llamar incomodidad a este ir acercándome a la muerte. No tengo ninguna enfermedad terminal. No, nada por el estilo. Pero eso es algo que a la muerte le tiene sin cuidado. Para desorientar al enemigo he hecho poner los cuatro relojes de pared (tendrían que ser cinco, siete, o tal vez ocho) en distintos horarios. Y la muerte necesita un horario exacto. Pero sé bien que Dios tiene ese horario exacto que nadie conoce. La muerte lo sabe, pero sólo porque es la mensajera. A esta edad no puedo darme cuenta de todo lo que ya sabía desde muy joven, diría que desde la adolescencia, quizás antes. El deseo no se ha apartado de mí. El placer sigue siendo intenso. En ocasiones, sin embargo, la incomodidad me provoca una suerte de inercia. En determinados momentos ciertas cosas hacen que esa incomodidad desaparezca, o al menos que se esconda durante un tiempo no muy prolongado. Tal vez un ejemplo lo clarifique: duermo mal, me levanto tarde, me afeito, el café que tomo no es tan negro como el que tomaba Paul Valery pero ayuda a despejarme, me pongo a escribir y a escuchar un poco de música (en este caso versiones de Duke Ellington entre marzo de 1927 y julio de 1960), apunto cosas que acaso puedan interesarme solamente a mí. La incomodidad se esconde o se duerme, aburrida. Sé que volverá, pero hasta que lo haga trato de escribir algunos poemas.
La incomodidad, al menos en el diccionario, puede ser sinónimo de molestia, fatiga, perturbación, disgusto, enfado. Hamlet estaba incómodo entre el ser y el no ser. Macbeth estaba perturbado cuando dijo que ese cuento (la vida) contado por un idiota, lleno de furia y sonido, no tenía sentido. El señor ese de Augusto Monterroso que cada vez que se despertaba se encontraba con el dinosaurio estaba entre fatigado y enfadado. El Minotauro de Borges que no se defiende de Teseo estaba algo más que incómodo: estaba como harto de la repetición de la misma historia. Aquel personaje de Hemingway que espera que lleguen los asesinos para terminar de una vez por todas estaba mucho más que cualquier cosa que signifique la incomodidad.
De los diez y siete barrios y suburbios que rodean la ciudad todavía no ha caído ninguno. La pelea es despareja. Quienes defienden esos baluartes tienen sed, hambre, desean dormir, desean hacer el amor, desean afeitarse, esperan poder salir sin miedo al alto aire sin pensar en el probable disparo que les dé en la frente. Tal vez luchen por eso mismo, porque saben que la pelea es despareja. Curiosamente, eso no los incomoda. Porque es bien sabido que hay quienes piensan que la incomodidad implica algo de estupidez y vencerla algo de heroísmo, aun a sabiendas que la estupidez regresa de la misma manera que los bacilos de la peste. El hombre de Kafka que no pudo entrar nunca en el Castillo, o que entró sin entrar, no mostró jamás signo de incomodidad alguno. Tampoco Bartleby con su "preferiría no hacerlo". Ni hablar de Wakefield. Debería decir que la incomodidad, aunque se la perciba, no existe. Pero la estupidez sigue intacta su camino. Ignoro si la incomodidad que no es tal o la estupidez (que no quisiera tener) son las que dictan estas líneas. Para el lector serán más estúpidas que incómodas. El envío de estos materiales, incluso su misma escritura, se transforma en algo lento pero persistentemente kafkiano.
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