CONTRATAPA
› Por Sonia Catela
Si él no me nombra durante dos años, sólo si él no me pronuncia durante dos años podré dejar de ir cada atardecer del pasado verano al Café del Sol donde bebemos unas copas de Cinzano protegidos del viento detrás del biombo callejero y esquivando cuidadosamente toda mención de lo que en verdad nos junta, sabiendo que no queríamos hundirnos en esa especie de juego al que nunca le pusimos nombre, que aborrecíamos iniciar, y había que impedir que nos atrapara, dejarlo pasar de largo esta noche aunque mßs no fuera, y todo valía para impedir que se desencadenara, desde acariciarnos entre los médanos acaracolados de la costa, emborracharnos en alguna disco, o hablar de por qué la revolución ya no es siquiera deseable, pero el juego pendía como las lßmparas de la rambla, yendo y viniendo sobre nuestros pasos y al fin y al cabo Marcos y yo nos juntábamos sólo para esquivarlo y terminar cayendo en él, bastaba con que nos plantara delante un cartel, un personaje, un objeto abandonado, señales de que se desencadenaría. Nos hacía sentir mal con nosotros mismos. Queríamos eso: sentirnos mal hasta el final.
Al hospital del Municipio entramos esa noche de reyes, por el azar de la cañita voladora haciendo blanco en el antebrazo de Marcos, apenas un raspón, una quemadura superficial, con unas vendas se resuelve, no tome antibióticos. En la soledad mortuoria de la sala de espera -ya madrugada- el mutilado zaparrastroso dormitaba bajo la lámina de la virgen de Luján, su par de muletas apoyadas sobre lo que quedaba de sus piernas, el platito con limosnas al pie, en las baldosas. Marcos bajó las escalinatas de muletas ¿apenas una broma? pero no volvió a reponerlas; anduvimos algunas cuadras rumbo a la escollera, con lentitud por su torpeza en el manejo de los aparatos; no vertimos un comentario cuando el mar estrelló las prótesis del tullido contra los peñascos de la ribera; al vaivén del oleaje fluyeron hasta hacerse pedazos. No mencionamos cómo se las arreglaría el desgraciado. Sé que durante todo el trayecto machacamos una charla sobre los "no lugares" (¿era el hospital un 'no lugar'?) sin arribar a acuerdo alguno. Nos tiramos sobre una roca chata a abrazarnos, con desgano, bajo gaviotas que graznaban y voces de veraneantes errabundos. Nos dejamos empapar por el agua salada.
Salimos varios días, alertas. Funciones de teatro, tediosas. Nada por aquí. Merodeábamos por cierta lateral de la costanera. Nos acodamos para beber; un par de tipos sentados a la mesa paralela desataron el requerimiento: "Compadre ¿nos paga un chop? Nos vaciaron los bolsillos en la ruleta". Marcos asintió. Cruzaron opiniones de fútbol. Los tipos flaqueaban bajo el alcohol. Cuando Marcos se levantó para susurrarles algo, alcancé a oír "...cien pesos". Sea lo que fuera, no lo dudaron. Saltaron hacia el rincón más oscuro. El más rápido acogotó al otro, apretándolo con fuerza; se apartaron a empellones, el retacón alzó una baldosa floja y la asestó de canto en la mollera del alto, éste se la arrebató, la descargó sobre la sien de quien pretendía tumbarlo; corría sangre pero no palabras. Una contienda desprovista de insultos o quejidos. "El que habla, pierde", apuntó Marcos, "el que finge, pierde", añadió. Haciendo prevalecer su peso, el alto consiguió derribar al menos corpulento y sometiéndolo, martilló puñetazos como una perforadora. Llevaba en total tres minutos controlados de reloj. "Hermano, pará", musitó el derrotado enjugándose las comisuras. Había roto la regla del silencio. Con parsimonia de contador público, Marcos extrajo el billete de cien pesos y lo colocó sobre la tabla, a disposición de cobranza para el vencedor. Pero el tipo no alcanzó a acercarse; el billete se arrastró empujado por la sudestada y los faroles de nuestro auto al alejarse enfocaron cuatro piernas que corrían tras el revoltijo de hojas y papeles. Ni siquiera pensamos en seguir a ese mendigo, noches después. Es que él marchaba delante, en nuestro camino. Empujaba un carrito de supermercado repleto de bolsas de polietileno cargadas de basura, él mismo cubierto totalmente con bolsas de plástico enrolladas en el cuerpo, algunas flameantes en los hombros, otras, capas en la espalda. "Vi un hombre igual en Rio" acotó Marcos. "Una estética de las urbes". Terminamos en el descampado de una demolición donde el viejo se echó. No tardó en vernos. "¿Me convida con un cigarrillo, don?" Marcos fumaba. Le pasó al hombre el atado de rubios, el encendedor. Las manos del mendigo temblequeaban. Fracasó en un par de intentos debido al viento de la costa. Nos apartamos para que se arreglara a gusto, y nos acomodamos en el auto, a ventanillas cerradas. Es cierto que no movimos un dedo cuando, accidentalmente, una de las bolsas comenzó a arrugarse, incandescente, sobre el cuerpo del errabundo. El viento le avivó encima un revuelo de llamitas, la carne encendida corrió, se arrodilló, fue recostándose. Permanecimos sentados escuchando a Vivaldi; habíamos comprado entradas para un concierto que ofrecería la sinfónica en el hall del Provincial, el sábado siguiente; queríamos comparar las interpretaciones. "¿Vamos?" dijo Marcos y encendió el motor; en realidad, el hombre pudo haber gritado pero nosotros nos juntábamos, aunque no nos quisiéramos, para jugar a olvidos y acallamientos. Al dar la marcha atrás, la residual humaredita en el descampado nos plantó una ojeada de paso. Nos desplazamos por la Atlántica y acabamos en un motel de paredes espejadas, donde alguien había pegado la calcomanía: Jesús te ama.
"Huyamos", propuso Marcos esa misma madrugada. ¿Qué sería "huir? No inquirí sobre el alcance que le daba al escape. Quedamos en encontrarnos en el muelle, al atardecer. Pero a una cuadra de distancia se suspendió la ley de gravedad y no pude dar un paso más en dirección a la figura encorvada que consultaba el reloj una y otra vez, se desprendía del cigarrillo y se metía en el auto. Antes, Marcos arrojó algo al mar. Cuando los focos doblaron la esquina, reaccioné y me acerqué a ver qué había tirado. Sobre la gran marejada, corría un salvavidas anaranjado. Un salvavidas. Conjeturé por qué uno, si éramos dos. Pero, en todo caso ¿qué planeaba Marcos? ¿qué peligro?
Resido a doscientos kilómetros de su ciudad. Me he suscripto al periódico de esa localidad para enterarme, presuntamente, de sus movimientos. Si él no me nombra durante dos años, si no me pronuncia durante dos años probablemente pueda dejar de ir cada atardecer del pasado verano a jugar ese juego al que no le pusimos nombre. Pero quizá Marcos, en este mismo momento, maniobre aquel renault que se acerca, para acabar la partida que quedó pendiente.
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