CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
Antes los crepúsculos rodaban como peñones violetas sobre todas las conciencias en los atardeceres íntimos, quietos y un poco desolados. Era cuando el mundo comenzaba y, no era entonces importante un poco o mucho de tristeza, porque siempre había un motivo cierto de alegría, y también el sueño de uno que se inscribía en otro más alto, más grande, que abarcaría todo el futuro, donde los niños volverían a nacer perfectos, diremos parafraseando a César Vallejo.
De todos modos, optimismo y juventud iban de la mano, aunque Borges supo decir no sin razón que a cierta edad temprana de la vida se sienta la vocación del sufrimiento, cuanto más gratuito y cuanto más pegado a los ideales, mejor.
No era entonces raro -no podía serlo que tras una ilusión no importa si lejana, no importa que irrealizable, lo bueno era que una circunstancia feliz nos ponía con la energía a mil. Podía ser -según la edad una promesa, la de un juguete, por ejemplo, que nunca teníamos, o una salida al cine a ver una película esperada, o un viaje, o, ya más grandes, una fiesta, un baile, lo posible ponerse de poder mirar unos ojos anhelados y que, en lo posible, esos ojos nos miraran. Aunque sea, un poco, nada más.
Todo esto nos serviría para esperar el sueño blando con una sonrisa que nuestra madre adivinaba en la profunda oscuridad.
También estaba aquella pasión excluyente de entonces, el fútbol.
Ya como meros espectadores, como hinchas o también como protagonistas de los picados de potrero o con los equipos: camisetas, pantaloncito y botines, se entiende.
También estaba aquello de cierta luz evanescente, que subía en los atardeceres del mismísimo pasto ya expuestos o expectantes de rocío, que vendría en poco tiempo a fecundar esas hojitas verdísimas, alegres de tanto sol, de tanta luz, la misma luz que encendía hasta las más oscuras conciencias y las haría despertar.
Era la luz sin embargo la que iba cambiando la ilusión de las cosas y a veces las trasportaba en mera ilusión de los sentidos, sobre todo en las siestas, cuando la luz densa de octubre filtraba ese polvillo que el poder de las flores diseminaba en el aire, y el polvillo que los vehículos esparcían sobre los seres, las plantas y las cosas mismas lograban un ámbito de inusitada rareza, algo que nosotros percibíamos aún sin observar demasiado.
Esa es la luz que llevo conmigo, la misma luz que envolvía a mi madre, a sus quehaceres humildes pero fundamentales para que toda la casa funcionara como una pequeña orquesta, pero en esa misma pequeñez oficiaba de orden para que el universo funcionara, los animales parieran y los pájaros cantaran en su plena testarudez, con o sin sentido, con alegría obcecada, porque sí, porque obedecen a un orden que está por encima de la estupidez humana como esa pequeña florcita de malvón que no llega a rojo, pero se le aproxima cuasi pálido, no ostentoso, humilde, pero pleno en su esplendor que arrasa toda prevención, y alienta todo desatino, desde esas ollas viejas que ofician de macetas, y que mi madre dejó al pie del ceibo que sus manos plantaron y las dejó allí, con intenciones de seguir regándolas todas las mañanas, pero un día no pudo, y no por olvido voluntario, sino porque de improviso emprendió ese camino que le quitó de nuestro amor para siempre, aunque duela y no haya resignación posible y uno deba recordarla -como era- en un pasado que se torna irremediable a fuerza de ser inquirido.
Pero así son las cosas. Así deberemos aceptarlas.
Sin embargo, otro día, otra tarde se apea en mi recuerdo y no en octubre sino abril y media tarde. El perro ladra, un sulky se aproxima lentamente por esa cortada cubierta de gramilla donde nunca llega nadie, sólo tía Argía, muy de vez en cuando y lo hace en sus viajes al pueblo desde aquella chacra lejana, más lejana y sola en mi memoria.
El caballo se detiene al chasquido seco de su látigo que golpea el aire seco, duro, como una lámina estática de aceite.
Yo estoy feliz, y no sé por qué. Tal vez alguna víspera de un encuentro futbolístico, tal vez alguna expectativa de una salida al cine ya que rara vez me concedían ese esperado permiso.
No sé, no sé.
A veces vuelve esa tarde y vuelve esa luz que no eludía mariposas porque no era la época, pero sí los pájaros que en ese tiempo eran numerosos y esquivaban limpiamente los temibles gomerazos que dirigíamos a esa felicidad desprevenida que ostentaban un evidente desenfado, y, de vez en cuando uno caía con el piquito en sangre, asesinado.
¿Pagaré alguna vez aquella punta de gorriones que se transformaban en almuerzos de mi gato?
Hoy, adulto, apelo a mi inconciencia de niño, para dar una razón, a tanto daño inútil, evitable. Pero muchas veces uno -más en ese tiempo actúa por mera imitación, lo cual no quita la culpa, tal vez la morigera.
Con esto quiero dejar constancia que un día de abril pudo ser confundido con el día de un octubre cualquiera, por la confusión de aquella luz que ponía vida, esplendor y alegría sobre las cosas.
O, a lo mejor, digo, la alegría en mí por alguna cosa que ya no recuerdo, seguramente fútil, o no, tal vez son importantes en ese tiempo y hoy ya he olvidado, como tantas cosas en la vida.
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