CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías *
Vivía en una casita precaria, de ladrillos sin revocar, toda pintada de amarillo, edificada al fondo del terreno bastante generoso, como suelen serlo en los pueblos, y la separaba de la ancha calle de tierra un patio pelado, sin una flor, sin un yuyo, con la sola existencia de un paraíso coposo y demasiado cerca de la construcción.
Para la época de mi evocación ya no trabajaba, y pasaba las tardes tomando mates, calentando la pava en un braserito negro de tres patas alimentado a carbón y cuando éste faltaba con ramitas que recogía de los árboles de la vereda.
Es probable que cobrara alguna jubilación de obrero rural ya que era alguno de los últimos trabajos donde se lo había visto. Vestía siempre igual: bombacha gris oscura, camisa blanca con rayas celestes muy finitas, alpargatas negras, con una ancha faja que le servía de cinturón y protegía del lumbago y los posibles fríos que habrían de postrarlo en los inviernos muy duros. En la cabeza portaba una boina negra que casi nunca se quitaba.
Era muy moreno y es probable que de joven haya sido muy fornido, a juzgar por su contextura maciza, pero ahora al caminar con sus piernas muy chuecas daba la sensación de una fragilidad ostentosa, como si a cada momento se estuviera por caer.
Cada mañana, portaba su bolsito y muy digno, salía a hacer sus magras compras en el pequeño almacén del turco Alé, frente a la placita pletórica de gorriones, y a tomarse un amargo y bromear un poco con los demás parroquianos que iban allí a refrescar sus gargueros mientras hacían tiempo entre comida y comida bajo la vigilante mirada del austero cascarrabias que hablaba un castellano imposible y que no permitía ningún barullo en su boliche cuando alguno se pasaba de bebida. Rápidamente lo tomaba de los fondillos y lo sacaba a empujones a la calle, y si se retobaba el borracho de turno lo arreglaba con un par de latigazos en la espalda y aún hubo casos que rompió alguna cabeza con un rayo de sulqui, que con peor fortuna para ambos habría terminado en simple asesinato.
Se pasaba casi todo el día, si el tiempo era propicio, allí sentado en una sillita baja, tomando sus mates inagotables, volcando el agua de esa pava llena de hollín oscuro y pegajoso, mientras chupaba la bombilla con melancólica fruición. A mediodía sacaba la pava del braserito a carbón y ponía en su lugar una ollita que hervía un largo rato. Nunca se supo qué cocía allí en esa olla misteriosa don Maidana, qué sopa aguachenta o qué guiso infame lo estaría esperando para ser devorado en soledad.
Cierta vez se había conseguido un hermoso pedazo de vacío, cuya exquisitez futura ponía agua en la boca. Encendió un fueguito bajo del árbol, lo puso sobre una precaria parrilla y esperó. Pasó un vecino y fue hasta la calle, solícito a saludarlo, y cuando recorrió esos largos metros hasta el paraíso, se encontró con que alguien le había robado el pedazo de vacío que estaba ya casi a punto. Algunos dicen que un perro pero otros, no sin razón, atribuyen el hurto al pícaro "Cabeza de Fierro", su vecino, que esta vez como tantas no se apiadó del pobre anciano solitario y lo dejó sin comer.
Era extremadamente amable y cuando pasábamos por allí, al saludo de "¿cómo va don Maidana?", se levantaba de la sillita y venía solícito y chuequeando hasta el tejido que separa el terreno de la calle, con la boina en la mano derecha, repitiendo:
Por demás de bien hijo, por demás....
Con la cabeza descubierta se acentuaba su rostro aindiado, su pelambre intacta y nacida casi al comenzar la frente alta, esa pelambre casi negra aún, con algunas líneas delgaditas y plateadas que se acumulaban en las sienes y en la nuca. El bigotito fino que no se decidía a ser cano, desdecía el resto de su figura que lo delataba un viejo.
Ignoro el origen de esa casa, incluso el de sus dueños primitivos y es muy probable que por el estilo de su construcción fuera de las primeras que se levantaron en el pueblo. Constaba de dos habitaciones con ambas puertas que daban al patio, una la más grande le serviría de dormitorio, y la otra, la que parecía de menores dimensiones, de cocina y no es improbable que una puerta las comunicara por dentro, aunque nunca pasé del tejido de la calle, así que dejo librado al improbable recuerdo, a la certeza de que ya nunca más me enteraré cómo estaba distribuida esa casa, esta breve hilacha de mi recuerdo es lo que se veía de la calle y lo que mi recuerdo borroso y más que nada mi imaginación, me dictan.
Es probable que el terreno prosiguiera detrás de la casa, y allí estuviera el inevitable excusado y algún arbolito que la casa tapaba, una soga para colgar la poca ropa que se lavaría y conjeturalmente algún gallinero.
Toda la vida lo creí un hombre sin familia. Uno de los tantos "hombres solos" que llegaban como náufragos al pueblo, o como un pedazo de madera mojada despegada de la amura de un barco y que al vaivén de las olas termina fatalmente en la playa. Pero no, el Nino Migues me contó no hace mucho que tenía una hija que vivía en otra provincia y que cuando murió vinieron un par de sobrinas y se hicieron cargo de todo.
Para la época en que ancla mi recuerdo, el viejo don Maidana era la expresión con la cual los chicos lo homenajeábamos, sería un hombre que al decir de Vallejo "estaba cerca ya de todo", y lo hace merecer la sospecha curiosa sobre qué vida o qué otras vidas pudo haber tenido antes de recalar en ese pueblo perdido entre trigales de una extendida llanura.
Ninguno de sus contemporáneos vive ya como para relatar algo de su vida pasada y si viviera deberíamos encontrarnos con alguien que haya sido su amigo, tal vez otro desvalido como él en quien confiara sus recuerdos poblados de días y de noches, de lluvias, de tragedias, de alegrías si las hubo, de trabajos y de lentos crepúsculos que le fueron marcando implacablemente ese rostro moreno.
Y por qué no podemos suponerle una vida llena de peligros aunque su mansa condición actual no lo delatara, días en que jugó la vida a punta de cuchillo en algún comité político o como improbable "macró" de los prostíbulos de Rosario o de otro lugar lejano donde portara otro nombre o más modestamente, domador en alguna de las tantas estancias que orlaban las colonias aledañas al pueblo, todo esto, claro está, excluyendo la épica fantasiosa, la ensoñación de un hombre que leyó muchas revistas de historietas tirado bajo una planta de granada.
Los datos más ciertos parecen ser que por los años cuarenta devino en peón de patio de una cerealera local, donde se habría "arrimado a la bolsa" como metaforizaba mi padre cuando trataba de filiar a un hombreador de bolsas de esas mismas casas que acopiaban granos y los transportaban a través de las vías férreas al puerto de Rosario.
Lo cierto es que nos tenemos que atener a una de esas imágenes, única que conservamos como una moneda oscura: la vida tranquila de un hombre ya al final de su vida, que matea bajo un paraíso coposo y no muy grande, con todo ese pelado y reseco patio de tierra, sin ninguna flor que alegre aunque sea míseramente esa frugalidad, esa modestia y esa falta de afecto que él trataba de mitigar cuando nos llamaba desde el tejido y nos regalaba algunos caramelos que extraía de los hondos bolsillos de su bombacha oscura.
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