CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
A Luisito Broglia
Cada vez que recuerdo el pueblo se me aparece navegando entre aquellos altos y coposos plátanos que una mano enemiga arrancó. A veces, en realidad pienso al pueblo de entonces como un gran barco que navega en ese mar de trigo amarillo.
La figura puede parecer rebuscada, pero fue así como se me presentó desde los altos de la "Northern Elevator" (o "La Norte", como se le decía popularmente) a la alta torre que tenía esa empresa acopiadora de cereal, cuyo edificio totalmente de madera sucumbió a un incendio. Lo llamativo era que esa torre -la más alta por entonces y para siempre, al parecer nos resultaba de visita obligada a los escolares de ese tiempo, llevados allí por las maestras. Y así vi a mi pueblo desde las alturas, porque siempre lo habíamos visto desde esas calles de tierra, que sumado al polen de las flores, depositaban por todas partes un fino y molesto polvillo que enrarecía el aire de mayo.
De esa torre de "La Norte" se cayó un día el "Negro" Guiñazú, padre de mi amigo Jorgito, compañero de tenidas futboleras. Cuando lo levantaron del suelo era sólo un saco de huesos.
Mejor suerte tuvo "Lolo" Arce, ya que milagrosamente se recuperó de la caída, si bien con cierta imperceptible renguera. Por una ironía del destino, la muerte se vino a cobrar esta escapada de "Lolo" cuando años después de una borrachera cayó a una pequeña zanja con agua y al no ser auxiliado por nadie, se ahogó.
Vivía en el conventillo de don José Bellcastro, justo enfrente del "Almacén Las Colonias" cuyo titular era mi abuelo. Era un hombre solo y hoy nadie se acuerda de él.
De aquél tiempo remoto y enterrado como una piedra del pleistoceno, a veces recuerdo a un viejo relojero a quien llamaban "El Ruso", pero cuya verdadera nacionalidad nunca me quedó clara. Tal vez fuese polaco o austríaco, y la confusión popular lo tratara de ruso.
Con los únicos que no se confundía la gente era con los croatas, que pupulaban bastante por la zona entonces y hoy quedan sus descendientes. Casi todos dedicados a tareas rurales.
El "Ruso" de mi recuerdo era alto, de bigotes tal vez pelirrojos, en la cabeza siempre encasquetado un sombrero negro, llevaba -tanto en verano como en invierno un largo piloto de color crema pálido, hablaba un castellano bastante inentendible, y vivía en la pensión de doña Elba Mitre, un conglomerado de habitaciones con el bar en la esquina, frente a las vías del ferrocarril, donde hoy está la casa del "Nin" Tonelli.
Ahí estuvo el bar "La Primavera" de don Atilio Valvazón, donde yo vi a los últimos cantores pampeanos, con las guitarras atadas con pequeñas cintas con los colores de la bandera argentina.
Una vez por año, "el Ruso" ponía a la venta un piano desafinado que había traído Dios sabe de dónde.
Allí, la banda de traviesos que formaban mis amigos Roberto Escudero, Adelqui Mansilla y Lorenzo Miranda aparecían mostrando interés y el hombre les franqueaba la puerta de su habitación, no sin ingenuidad. Allí los "vándalos" la emprendían con las teclas, a las que aporreaban con un desesperado entusiasmo.
El pobre hombre, atribulado al fin, y a los gritos trataba de desalojarlos de la habitación al grito desesperado:
¡Cristo, no mochachos!
A duras penas mis amigos abandonaban el piano y la habitación hasta que al año próximo hacerlo caer al "Ruso" con el mismo chiste, ya que el piano nunca fue vendido y al morir él, sin descendientes a la vista, el piano terminó en un depósito parroquial. Ignoro si alguna vez alguien se tomó el trabajo de afinar y usar ese piano traído de Alemania, según oí decir a los mayores.
Lo cierto es que era un gusto verlo caminar a grandes zancadas, con sus pesados botines por las calles polvorientas, en los desérticos atardeceres de invierno, bajo una pertinaz llovizna, a veces, con su piloto claro y su sombrero oscuro, saludando a los escasos valientes que se atrevían a clima tan inhóspito.
Vestido de igual forma atravesaba los veranos entre las mariposas multicolores que se adueñaban de las anchas calles del pueblo, con sus perros vagabundos y sus niños descalzos cazando esas mariposas que el "Ruso" no eludía, o tirándole gomerazos a los pájaros que cruzaban el "cielo esplendoroso".
Por las noches este hombre solitario, olvidado en este rincón del mundo donde nunca nadie supo cómo apareció, huyendo de no se sabe qué destino, buscando quién puede creer, en un futuro posible, enterrado en ese pueblo de agricultores trabajadores y simples, digo que por las noches buscaba un poco de compañía y se arrimaba hasta la "Fonda de Aronna", como se llamaba el pequeño establecimiento o comedor o restaurant donde se preparaba algo de comer y algún contertulio que otro (entre los que se contaban "al Ruso" y mi padre) caían luego de cenar a tomar una copa antes de dormir.
Del relojero de mi infancia siempre ignoraré cuantos relojes arreglaba por mes, por semana o por día, lo perdí en la pensión de doña Elba, frente a las vías. Pero conversando con Luisito Broglia, me confirma un dato que hasta hace poco desconocía. En verdad el "Ruso" no había muerto todavía, cuando doña Elba mudó su pensión frente a Pepe Giuliano, quien tenía un taller con un hermano tan gordo y tan peludo como él y que respondía (creo) al nombre de Francisco.
Y me lo vuelve a ratificar casi con una anécdota personal: él fue aprendiz en ese taller terminando la primaria, porque para que no vagara por las calles por las tardes, su papá, don Segundo Broglia, lo mandaba allí. Entonces el "Ruso" debió vivir más años de los que mi memoria le adjudicaba.
En ese tiempo, yo ya no estaba en el pueblo y me perdía todo: el vuelo de los pájaros, el murmullo de las palomas, el zigzaguear de las mariposas y los anocheceres en que sus hombre solitario venido nunca sabremos ya de dónde, caminaba escasos metros hasta la "Fonda" de Aronna y se hacía servir, muy gentil, ginebra en un pocillo de café, mientras esperaba que las sombras cubrieran el pueblo en su totalidad, para tirarse en ese camastro que hacía lo posible, para atenuar ese dolor de huesos que ese pobre relojero traía desde un ignoto país, y que hacía siglos soportaba con un estoicismo digno y silenciosos
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