CONTRATAPA
› Por Sonia Catela
"Nunca se sabe qué se puede encontrar entre esas pilas", dice el librero echándose hacia atrás su sombrero de detective de los 40, "pero busque, busque"; acicatea mi curiosidad ante las mesas rebosantes de libros usados, seguramente malos, ésos que desplaza la avidez colectiva por lo nuevo, abro una tapa, otra, el hombre viejo se acomoda en una silla de mimbre alta como el atalaya de un bañero, "si necesita algo específico, un título en particular, le aviso...", ofrece. Husmeo tras el volumen que haga sonar las campanas de mi apetito. ¿Éste? Mi vida, indica. Colecciono biografías de personajes atractivos. Busco referencias a la identidad del retratado en el tomo de letra pequeña y volumen también reducido; no las hallo. Me fijo en los datos de impresión que se señalan en la última página: "edición de la autora, 31 de enero del 1970". ¿Por qué me llama la atención esta fecha? Como si sólo significara lo que representa para mí. Vuelvo a la portada; se ha garabateado con lápiz un cinco pesos indicativo del precio. Lo tomo. Pago. "Espero que lo halle de su satisfacción" me alienta el librero detectivesco. No le voy a descalificar su biblioteca de desechos aclarándole que ya subo a un largo ómnibus y tengo que parapetarme tras una lectura para tragar cinco horas de llanura yerma y tendal de vacunos muertos por la sequía.
A la sexta página corroboro que no se limita a la fecha de edición la única coincidencia conmigo. Nací ese día, mes y año, sí. Pero este relato se extiende como un álbum fotográfico de mi existencia. La náusea de la ceremonia de la primera comunión. Aquel sismo causado por el nacimiento de mi hermano Maxi, "qué feo es", tal mi apreciación. En aquellos remotos siete años, la maestra de segundo que dividía al curso en dos territorios, los buenos y malos alumnos, frontera de países enemigos, muro de terror que una no quería cruzar bajo circunstancia alguna. Mi vida. Suspendo la lectura para evaluar mi raciocinio. No soy un personaje de Borges. Palpo el peso del libro, su realidad, reviso las palabras. Le pido a una joven que se apresta a descender en Rafaela que me lea cierta frase porque veo borroso por el calor (su lectura coincide con la que he hecho), abro y cierro, reviso frases vistas para ratificar que se repite la percepción. No hay dudas. "Qué texto es ése", curiosea el hombre que sube en la última terminal y se desploma a mi lado con ímpetus locuaces. Se lo tiendo en esperanza de contradicción. Elige una página al azar, dice: "pero si esta descripción coincide exactamente con vos", se ríe; sigue: "cabello rojizo, en el meñique alianza de oro perteneciente a la madre muerta, pequeña cicatriz en el pómulo izquierdo, lunar en la sien derecha", lo corto: "podría corresponder a cualquiera ¿no?", cierto, concede, pese a que deja ver que se le escapan dudas por todas las costuras, "...frente combada, uno sesenta de altura, pulsera (herencia familiar) de antiguo ámbar, con inscripciones en árabe como la que llevás en la muñeca", "deténgase, por favor". El fulano, Sebastián, se presenta y especula: "¿acaso sos actriz y te preparás para representar a la mujer del libro? ¿un monólogo, qué?". La impresión que me produce ese impreso me suelta la lengua. Lo imposible de su contenido: Relata mi vida. "Conque si hubiera así fuera una sola, mínima diferencia, esta historia podría corresponder a otro individuo de carne y hueso y sólo enfrentaríamos una rara coincidencia", concluye Sebastián con optimismo. En el paisaje polvoriento y de muerte no hay sino reverberaciones que espejean. "Probablemente. No sé". Busca unos vasitos del café rancio que envasa el dispenser del autobús. Hojea al azar, empieza examen: "¿Te comías las uñas de niña?", "No me acuerdo", "¿Leíste a Salgari?", "Como tantos otros", "¿te besó un tal Mario en el cine Echesortu?", "quizá, hace tanto tiempo", "¿Le tenés miedo a?". Le arranco el libro de las manos. ¿Alcanzó este desconocido a enterarse de mis terrores? Me tendría en sus manos, de alguna manera detestable. Guardo la cosa parlante. La acallo. "Espié... espié y sé tu final", se abalanza con su broma o amenaza. "Siempre empiezo por el final ¿vos no sos de las que quieren enterarse antes que nada del desenlace?". Le da vueltas al vasito vacío, aprieta y aplasta el plástico. "Tu final... ¿te lo cuento?" alza las cejas, rufián de poca monta. Y empieza a cotorrear, morboso, el cómo de una miserable muerte, detalles de ruindades y padecimientos.
Cada quincena tomo en la terminal de Santa Fe el ómnibus hacia Arrufó. Antes de embarcarme sigo la rutina de comprar un libro usado en el local del librero detectivesco. Prefiero las biografías. De estas costumbres se hallan al tanto varios hombres, amores de mi pasado. Aquel psicólogo paranense al que planté en medio de una sesión de la terapia, sin ahorrarme burlas. El periodista que me hartó con su envanecimiento y al que expuse pública e involuntariamente a cierta humillación inadmisible para su ego. Pudo ser Mauricio, militante político y habitué de imprentas clandestinas. O algún ex compañero de Letras y de largas conversaciones en la cama. Cualquiera de ellos urdió esta vida mía de final apócrifo. Cazadores, todos. Tengo algo que buscar: la pista que delate al autor. Seguramente se le ha deslizado una marca personal. Tal vez hasta la ha sembrado ex profeso, para que lo identifique y me interese en buscarlo con fines de venganza o celebración de su ingenio. Acaso ¿reanudación de la aventura? El varoncillo contiguo pone a descansar la lengua derrotado por mi indiferencia; ya examina otro asiento más propicio para sus conquistas. Degusto de antemano el placer de quedarme a solas. Retomaré la lectura y empezaré a buscar rastros, pistas, en el libro de mi vida. Deseo. Deseo comenzar este juego, cada lance. Inicio la partida.
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