CONTRATAPA
Para Elenita Bivi y Elvira Onega
Por Jorge Isaías
El Hotel Colón estaba como es obvio en la calle principal, casi enfrentando a la pequeña plazoleta que con sus arcos verdosos de plátanos cuidaba la espalda a la estación del Mitre.
Hasta que lo compró Juszefici, en plena década del 60, había pertenecido siempre a la familia Onega, o al menos eso me dicta hoy la engañosa memoria. Ese viejo edificio era un poco el lugar donde lo extraño se instalaba en el pueblo. Viajantes de comercio, ocasionales y aún raros viajeros , algún artista de gira, eran los clientes.
Una vez un hombre delgado, vestido enteramente de negro, de grandes ojos oscuros tomó interminables ginebras junto a la ventana. Cuando salimos con el Mono Boccolini, luego de nuestra visita diaria de repartidores de soda, me preguntó como admirado:
¿Sabés quién era ese hombre flaco, vestido de negro?
No.
Nada menos que Alberto Morán.
Casi me caigo del carro que estaba en ese momento filtrando todo el sol a través de sus numerosos sifones de vidrios azules.
Nada menos debo haber contestado yo, o me lo supongo ahora que mi memoria me lo trae a mí con un gran vaso de ginebra y una expresión pensativa, la cabeza vuelta hacia la ventana que daba a la polvorienta calle solitaria. Pero aquí quiero narrar otra experiencia, más antigua que ésta de la adolescencia. Y tienen que ver ¡otra vez! con el Kelo.
El Fabulador había venido de uno de esos viajes fantasiosos y tuvo un altercado con su irascible padre, quien según decía el sector femenino de la familia, maltrataba feamente a la abuela, cosa que debía ser verdad porque esos inmigrantes duros solían ser feroces a veces con los suyos, empezando por la mujer que los acompañaba en la vida de penurias a que estaban sujetos. Lo cierto es que el Kelo, a su mejor estilo, luego de discutir fuertemente con el abuelo y en legítima defensa de su madre, la raptó, depositándola como inmejorable joya en el Hotel Colón, con la promesa de mandar a buscar por ella luego, para llevársela a Buenos Aires donde ya estaban viviendo varios de mis tíos: Pancho, el Rubio, Teresa, el Ñato.
Mi padre con la severidad de siempre se expidió:
Este no vuelve. Encima seremos el hazmerreír del pueblo.
Y fue así nomás. Mi abuela estuvo esperando una semana, llevando una inesperada vida de ocio como nunca imaginara. Algo realmente impensado para su sufrida existencia de inmigrante con varios años viviendo sobre el lomo duro de la pampa.
Lo bueno de ese bello y alto verano es que yo durante esa semana trasponía a diario el portal alto, de madera trabajada finamente por algún ignoto ebanista, saludaba a don Onega que estaba siempre serio y distraído con un cigarrillo entre los labios y preguntaba por mi abuela.
Desayunábamos juntos. Las tostadas y sus sendos platitos con mermelada y manteca, la cafetera panzona, la lecherita enlozada con su leche abundosa, el blanco mantel con su araña bordada.
Para mi era casi un mundo de película, como las gastadas que veíamos semanalmente en la sala del Cine Huracán.
Ese semana mi vida de niño pobre fue inolvidable. Me sentía un verdadero personaje, provocando la envidia de toda la barra traviesa que habitaba el laxo y populoso barrio del Jazmín.
¿De qué me hablaría mi abuela en esos desayunos atípicos compartidos? No lo recuerdo. Yo miraba la leve oscuridad que las cortinas sin correr depositaban en las baldosas lustradas del comedor, más allá los malvones que se insinuaban hacia el patio.
Como la hora era temprana, casi todas las mesas de caoba estaban vacías y llegaban de vez en cuando los ruidos rechinantes de los ejes de los sulkies, el escándalo de tarros vacíos de los tamberos que regresaban de la Cremería, y tal vez algún auto que dejaba en el marco de las ventanas y las puertas un fino polvillo denunciando la falta de lluvia.
Luego la jardinera traqueteante de Ugolini, con su pescante cubierto de sandías y melones. Ugolini, con su carota roja, con su barba de toda la semana y ese sombrero ridículo, de sucio fieltro alguna vez oscuro, que le tapaba hasta las mismísimas orejas.
Todo esto es casi el recuerdo. Porque también están los juegos, las travesuras, el hurto de frutas en la quinta del pobre don Clemente: ciruelas, damascos, duraznos, higos de roja pulpa, alguna tuna traicionera.
Es muy fácil llamar al recuerdo que viene, fragmentario, sepia obediente como un perro fiel.
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