Dom 21.02.2010
rosario

CONTRATAPA

Aquí estamos los dos

› Por Víctor Zenobi

A Rubén Tealdi

Tal vez el accidente se produjo porque yo no sabía hacia donde iba, quiero decir, iba hacia el estudio donde pasaba la mayor parte de mis días, pero sin pertenecer a él. Tal vez por eso, lo primero que recuerdo es mi pierna torcida, el sentimiento absurdo de que ese sábado no podría ir a fútbol y enseguida, un dolor tremendo en el costado que me hacía difícil respirar y me convencía de que en ciertos momentos no me costaría morir.

Lo demás fue lo usual de esos casos, la ambulancia, el decadrón y ese olor del sanatorio, donde horas después yacía en una habitación compartida con un hombre de bastante edad, que dormía la mayor parte del tiempo. Según los médicos, debían esperar para decidir qué hacer, si debían operar o solamente enyesarme y como era viernes, debía permanecer por lo menos todo el fin de semana y quizá algo más.

Por suerte, después de las visitas que distrajeron la tarde, retorné a los libros que mi mujer previsoramente me había traído. De tanto en tanto, miraba hacia la cama del costado donde mi ocasional compañero dormía la mayor parte del tiempo, tornando perfecta la soledad que me permitía disfrutar las objeciones de Kierkegaard a la filosofía de Hegel, sin la interrupción banal de mi trabajo.

Cerca de la medianoche, una muchacha de aspecto sencillo entró en la habitación, me saludó con voz muy baja y se sentó al lado de mi ocasional compañero. Cuando el hombre repentinamente se enderezó sobre su cama, la muchacha rápidamente lo contuvo: "No se mueva, padre, no se mueva, se le va a soltar el suero". "Sí, señorita", respondió el hombre. Me sorprendí hasta tal punto que no pude contener una pregunta: "¿Se tratan de usted". En realidad, lo que me intrigaba era lo de señorita. La muchacha me contó que era su padre y que había perdido totalmente la memoria Hacia muchos años que estaba internado en el Gerontocomio Municipal, de donde, por algún descuido, se había alejado. Después de unos días lo encontraron, debilitado por la falta de alimentación y el rigor de la intemperie y lo trajeron al sanatorio.

Con un cierto pudor prosiguió contando su historia: "Vivíamos con mi madre y mi hermana, pero por necesidad yo fui a trabajar cama adentro como doméstica. Mi hermanita murió y al poco tiempo, también murió mi madre, siempre pensé que de tristeza, vio... Para colmo, yo contraje el mal de Chagas, si no fuera por mis hijitos, no me importaría. Pero, bueno, desde ese momento mi padre se perdió, no reconoció más a nadie, ¿sabe? ni siquiera a mí, así que no sé".

Se quedó en silencio, tal vez recuperando en su decir, el brutal ensañamiento de la vida. No pude menos que detenerme en la fatiga de su rostro, en su mirada triste y su gesto agotado, mientras acomodaba suavemente a su padre que seguía diciendo a cada frase suya "sí señorita", en tanto el olvido fluía con el convencimiento gris de no despertarlo de su sueño para evitar otras caídas en la región sin canto de una extrema pobreza. Pasado un momento la muchacha agregó, como pensando a media voz: "No sé por qué pero aquí estamos los dos"

La declaración me tocó por su intensidad conmovedora, por su aceptación implícita de ser para la muerte. Recordé un texto de Heidegger en el que se explicita que sólo el hombre tiene conciencia de su ser y de su existencia y que esta puede ser auténtica o inauténtica, y ahora, en medio de una noche abierta al enorme poder de la nostalgia, yo vivenciaba todo, esto gracias a una muchacha arrojada a la semipenumbra de la vida. Una muchacha que atisbaba la muerte más cercana o más certera, puesto que su mal era incurable. No era la letra de un libro, la escansión de un verso bellamente logrado, no, era una voz humildemente humana, cuya enunciación era un jadeo que sumerge en la duda la supuesta intención de lo creado. Pensé si era posible extraer de ese trozo de existencia algo que justificase la irrupción imprevista de un absurdo estar ahí, oscilante en la memoria que insiste perforando al infinito, o el olvido germinando en la extrañeza de una noche que se tornaba doblemente oscura. Doblemente oscura porque yo era arrojado a una parte olvidada de mí mismo, esa parte de mí mismo que pertenecía a la clase relegada, a la masa, como se suele decir, desestimando las voces inaudibles de un constante reclamo.

Por decir algo, le pregunté a la muchacha por su apellido y me dijo Olmo. En medio de la emoción que descendía de mi oído, recuperé al digno labriego de Novecento, Dalco Olmo, que muere bajo la sombra de un árbol y al Olmo centenario de un viejo poema de Machado, cuyos versos internamente repetí. La memoria me aferraba nuevamente para atenuar la opresión de lo real. Traté de retornar a mi lectura pero no pude. Decidí dormir y mi sueño se rodeó de imágenes que actualizaban el precario suburbio de mi infancia y a su gente desafiando el avatar de la pobreza. Sí, esa pobre muchacha inesperada en medio de mi noche, lograba conmover el deslizamiento burdamente complaciente de mi existencia. No compartí con ella más que el período de unas frases arrojadas al pasar, sin saber que su voz y sus palabras retornarían a mí cuando un desgarro avivara mis heridas.

El martes siguiente, el médico me dio la alegre noticia de que me iba a mi casa, después de que me enyesaran la pierna. Había tenido suerte, porque el accidente había sido grave. El viejo Olmo todavía persistía allí, pero unos días después cuando volví para llevarles un obsequio a las enfermeras, fui a la habitación y ya no estaba. Pregunté por él y me dijeron que había regresado al Gerontocomio Municipal. Pensé en ir, en realidad sin saber para qué ni por qué. En definitiva, al poco tiempo me quitaron el yeso, las consecuencias del accidente quedaron en el olvido y yo volví a mi vida habitual, la de costumbre: unas pocas horas en la docencia y la mayor parte del día en el estudio de publicidad, en el cual intentaba a duras penas, conformarme en él o por lo menos atenuar la sensación intermitente de ser un extranjero.

Dos años más tarde, una antigua colega, me ofreció unas horas en un colegio secundario muy humilde que estaba a dos cuadras del estudio. Estaba por negarme, cuando me dijo: "La escuela se llama Salvador Mazza, el médico que combatió el mal de Chagas". No quise ser terminante y le pedí unos días para pensarlo. Es increíble cómo ocurren las cosas, a veces parece haber una continuidad secreta que impulsa nuestras decisiones. Pedí permiso para salir del estudio y me dirigí hacia la escuela con la convicción de comunicar mi negativa, pero a poco de llegar me crucé con un anciano de aspecto desvalido, que se acercó y me dijo: "Estoy perdido, necesito regresar a mi casa. Un vecino me indicó con una sonrisa indulgente que el anciano vivía a dos cuadras de allí. No vacilé en acompañarlo hasta una casa muy humilde donde unos niños jugaban con una pelota de trapo. El abuelo está aquí, gritó uno de ellos. Una mujer agraviada por los años salió a recibirnos y me explicó, con tímida vergüenza que mi padre cada tanto se pierde, los médicos dijeron que es propio de algunos viejos. No sabía qué hacer para agradecerme, pero le expliqué que debía retirarme. Retrocedí sobre mis pasos y enseguida, leí el nombre de la escuela en un portón rudimentario y un tanto maltrecho. Titubeé; pero una voz dentro de mí repitió: "No sé por qué pero aquí estamos los dos". Volví al estudio, donde alguien me preguntó de dónde venía. Algo reconocible de mi origen irrumpió de repente. "Vengo de la Mazza" le respondí y en ese momento, incluso sorprendido de mi propia respuesta, supe que había hecho bien en aceptar.

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