CONTRATAPA
› Por Adrián Abonizio
El Carnaval en la villa del Rosario era cosa seria, tan profunda como Navidad o el cumpleaños propio. Había chicos que no festejaban ambas cosas, imbuídos de un poder maléfico que significaba tener padres horrorosos, estrellas chuecas, injusticias de toda laya. Pero nosotros, los que podíamos, lo exprimíamos como a un trapo mágico, cuya humedad nos conferiría poderes y absoluciones. Mi madre salió temprano y quedé solo en la casa: me encerré en el baño a pintarme con chucherías que ya no usaba mi hermana. Todos sabíamos que no resultaría maricón y esas artes femeninas, esas fragancias las precisaba para salir en la comparsa, sólo eso. Eran herramientas de artista. Me miré al espejo: Soy el más hermoso del mundo, me dije. Y arqueando las cejas deslicé el pintapestañas sobre las mías, ya largas y llamativas de por sí. Con el delineador me agrandé los ojos. Luego, enrojecí mis pómulos de cowboy y mi nariz, respingada pero viril. Me temblaba la mano, extraje del bolsito verde chillón un lápiz de labios y copiando el tic de mis tías puse la boca en 0 y deslizé sobre aquella carnadura virgen de cosméticos ese rojo furioso. Luego, las uñas: increíblemente prolijo resultó el trabajo cmpletado con un tejido de malla ajustado, unos tacos platinados, medias con línea detrás. Me miré al espejo grande: estaba preciosa. Cerca sonaban los cacharros que los compañeros de mi comparsa ya estaban haciendo sonar. Salí entonces: un track sonoro de la cerradura me dio el indicio de que llegaba gente: era mi hermana y un grupo de amigos. Huí desesperadamente hacia los fondos y oí vocear ¡No hay nadie!, gritó y puso el tocadiscos fuerte. Empezaron a bailar en el patio y yo arriba de la planta de naranja, escondido, vestido de mujer. Si bajaba no podía dar explicaciones, si me quedaba perdía mi puesto en la comparsa. Decidí la heroica: saltarme a la terraza del vecino y de allí al baldío. Mis tacos me impedían moverme así que me los saqué y enganchándolos en la cintura con una cintita de cuero que llevaban me permitió felinos movimientos. Cuando intenté bajar por la enramada del vecino de al lado, Don Pedro, lo distinguí tras arboleda de la glicina empeñado en embestir por lo bajo a Aurora, la señora que solía venir a limpiar. Claro, su esposa estaba en el campo con unos parientes y él se aprovechaba. Desde abajo me llegaban sus rebuznos y entre las matas violáceas y verdes alcancé a ver lo indecible. El culo blanco y gordo de Don Pedro, los pantalones bajos, echado ecima de la dama. Caminé entonces por el otro borde: abajo, una prefabricada de gente más humilde que yo creaba un vacío de abismo pavoroso. Continué. Un perro absurdo empezó a ladrarme y con él vino la chiquita a curiosear. Me descubrió y lejos de asustarse me preguntaba si era un duende. No, shh, andá, andá le decía haciéndole señas. Faltaban diez metros para el baldío. ¿Que pasa, Negri? Arriba, pa. Y el negrazón me descubrió, poniéndose las manos en jarra. ¿Que tenemos acá, eh? Una nena que es un pibe... ¿Se puede saber que estas haciendo, eh? Con él llegaron otros morochos que observaban emergiendo de las tolderías y se empezaban a reír, agolpándose. Circo gratis. Estaban chupados, además. Un viejo salió del medio, mate en mano y puso firmeza. ¡De qué se ríen, pelotudos! !Y vos, pibe, bajá despacio que te vas a matar! Por lo bajo, volviendo a su puesto: No ven que es un disfrazado. Esa pequeña tregua me dio impulso y valor para afirmarme y llegar hasta el borde, de donde evitando el alambrado de púas podría saltar hacia el baldío y quedar libre. Lo hice. Es difícil ser mujer y no morir en el intento. Me enganché el vestido y la peluquita fue tocada por un retoño de la rama que asomaba llevándosela junto con mi herida cerca del ojo. Ya estaba en el pasto, empezaba a sangrar del pómulo y había quedado mugriento, sudado, recontrapicado por las mosquitas verdes de los yuyales. Me arranqué las pilchas, arrojé lejos los zapatitos de reina y salí a la calle, hacia la esquina donde resonaban los parches embusteros de mis colegas. Llegué en calzoncillos, en patas y todo raspado. Me miraron como a un extraterrestre. Uno se me acercó. Che,así no vale: pintado de mina y en calzoncillos no combina. Y todos se largaron a reír. Olvidado por el traspié no me había sacado la pintura. Me senté en el cordón. Vino Legui, vestido de indio, me puso las manos el el hombro. Che, para algo estan los amigos ¿Que te pasó? Le empezaba a contar. Alguien al pasar, mientras bailoteaba con su disfraz de Zorro mal entrazado, gritó que el indio, que Legui, que Leguiza por fin había conseguido una novia y para mejor en una tarde de Carnaval. El sonsonete fue incorporado rápidamente y se estuvieron un rato en la esquina con aquello de "¡tiene una mina el Carnaval, tiene una mina el Carnaval!" Legui trompeó a un mocoso y me saludó después. La comparsa lo esperaba ya entrada la noche. Yo me quedé en el mismo lugar esperando se haga la oscuridad plena; hermosa en mi accidente, limpiándome con un papel de diario que encontré el maquillaje de mi cara.
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