CONTRATAPA
› Por Bea Suárez
Bergoglio, el cardenal porteño, exigió a Macri apelar un fallo que permite la unión homosexual.
El alegato (entre otros sanguíneos y mecánicos argumentos) es que "desde épocas ancestrales el matrimonio se entiende como la unión entre el varón y la mujer" y que entonces (en nombre de la iglesia toda, supongo) solicita la nulidad de la sentencia que dio la jueza en lo Contencioso Administrativo de la Capital Elena Liberatori quien hizo lugar a un amparo presentado por una pareja homosexual ordenando que el registro civil otorgue un turno para concretar la unión.
El Arzobispo a su vez afirmó que ese fallo es contrario a la legislación vigente que regula el matrimonio como "una entidad civil integrada por un hombre y una mujer".
Pienso yo, el cardenal ¿no tiene otra cosa que hacer? ¿no estamos en una crisis política lo suficientemente importante como para distraer energía en un asunto como éste? En vez de gastar pólvora en chimangos con chimangos o chimangas con chimangas, para oponerse (diciendo que podría desaparecer la especie, y otras fantasías más bien salidas del cine) con su ruidoso altoparlante de autoridad eclesiástica ¿porqué no se ocupa un poco más de la naturaleza que en pocos años sí va a hacer desaparecer más de una especie?
Sacude el polvo del mundo que puedan amarse dos personas del mismo sexo, los asexuados cardenales (éstos, no los que criaba mi abuelo con su copete rojo en las inolvidables jaulas) ponen el grito en el cielo porque en la tierra es hecho consumado. La iglesia, con su falta de consideración hacia gente que se ama de verdad, va quedando vieja como una escoba, de esas que no barren, no limpian, no ensucian tampoco y solo perviven paraditas en la pared del patio esperando pasar a mejor vida.
El amor no tiene sexo ni especificidades de género y número, pretender circunscribirlo a un hombre y una mujer es meterlo en un frasco con el rigor amargo que un encierro tiene.
Decir que "desaparecerá la especie" es tan absurdo como creer que todos los seres devendrían homosexuales y a la vez suponer el arcaico y prefreudiano principio de que se ama para tener hijos (se nota que nunca pasaron una noche de amor, pasión, caricias, entrega, locura, guitarra, vino y rosas).
El nacimiento de un hijo es muchas veces independiente del fuego con que circula el amor humano (el hijo por amor o elijo por amor suenan parecido).
Una familia basa su estructura en la potente decisión de dos que dejan de jugar a la lotería y se ponen a trabajar día a día para hacerla crecer, sufriendo, corriendo, desesperando, gastando, malgastando, educando, disfrutando, dudando, haciendo y deshaciendo entre otras muchas cosas.
(Por otro lado la familia heterosexual está en crisis y de eso no leo tantos artículos últimamente).
Muchos muchachos y muchas muchachas tenemos familias diferentes a las tradicionales (de este almidón social que el cardenal tanto defiende), y hemos transpirado la camiseta para hacerlas, defenderlas a capa y espada. Cada mañana al levantarme pienso en mi familia e intento ser mejor persona por ellos y para ellos además de para mí, como lo hizo mi propia familia conmigo, y trabajo, corro, busco o encuentro en función (muchas veces) de esa familia aunque no esté formada con las piezas del ajedrez que salió en las declaraciones.
No puede alguien salir a opinar sobre lo que no ha hecho ni experimentado, al menos no con tanta convicción. ¿Qué sabe el Monseñor de mocos, yogures, escuelas, reuniones de padres, llantos a las tres de la mañana, sueldos que no alcanzan, amor al portador, tenedor y cuchara?
Porque para casarse, amar y formar una familia hay, al menos, que haberse animado.
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