Sáb 18.02.2006
rosario

CONTRATAPA

Las mansiones del anciano

› Por Gary Vila Ortiz

Ya anciano, mientras apenas se daba cuenta del gusto del café con leche, del sabor de un jarabe que tomaba todos los mediodías, de la alegría que le producía despertarse vivo a la medianoche, descubrió, por unos papeles que le arrimaron unos desconocidos, que era el dueño de nueve mansiones. Se sorprendió poco, tampoco le interesó demasiado. Estaba prácticamente encerrado en un pequeño departamento, una prisión a la cual, cuando soñaba, suponía que había sido desterrado. Se estaba muriendo, eso era indudable, pero no se sentía mal. Le daba alguna tristeza la soledad, no porque estuviera solo sino porque no conocía a quienes lo acompañaban.

Le dejaban comer lo que quería, podía tomar alcohol, fumaba poco, pero podía hacerlo, siempre y cuando tomara el jarabe que era su único remedio. Sabía que era un anciano, que tenía barba que le recortaban cada diez y siete días, bastante pelo; no caminaba con facilidad, pero podía leer y escuchar música. No sabía como era, en el departamento no había espejos, tampoco sabía su edad, y además quienes lo acompañaban no hablaban un mismo idioma. Es cierto que lo entendían, respondían cuando pedía algo, y le traían lo que había pedido, pero no le hablaban. No podía atender el teléfono, y únicamente un día a la semana lo sacaban a la calle.

A la noche, tarde, pero ignoraba a qué hora, un auto viejo y grande, lo buscaba y lo llevaba a recorrer la ciudad. No sabía cuanto tiempo estaba en ese estado, sobre todo porque solía caer en una especie de letargo cuya duración no podía precisar de ninguna manera. No tenía reloj, no había relojes en ningún sitio. Recordaba muchas cosas, pero le costaba pensar en su vida. Ignoraba su nombre. Todos los días, o casi todos los días, se inventaba uno. Las mujeres y hombres que lo acompañaban eran educados pero era difícil, al menos para él, si podía pensar que eran simpáticas o todo lo contrario. No los podía pensar en una situación de simpatía, de amor, de afecto, pero tampoco los podía ver castigando a alguien. Pensó un día que eran clones, pero como ignoraba cual era el comportamiento de los clones, desechó esa presunción.

De martes a domingos usaba pijamas, tres pijamas diferentes; y en un placard podía elegir, eso se le permitía, la robe de chambre que quisiera y las pantuflas que le gustaran más. Solamente el lunes lo vestían. El traje, impecable, siempre era el mismo. El podía observar el color azul del saco, las medias azules, el gris oscuro del pantalón, las medias azules y los zapatos negros. La camisa era celeste con unas pequeñas rayitas un poco más celeste. La corbata azul. Ningún lunes pudo ver a nadie en la calle. Solamente casas, pocas con las luces encendidas. Tampoco se veían muchos autos. Los negocios estaban cerrados, bares y restaurantes, que el suponía abiertos, ¿pero qué hora era? Una noche pudo ver, a lo lejos, un barco iluminado cruzando lento por el río. Los martes dormía hasta más tarde. Cuando le trajeron esos papeles con lo de las mansiones, se preguntó cómo serían y por qué eran de él.

Aunque no creía que nada hubiera escapado al control de quienes estaban con él había momentos en que estaba sólo. No era mucho, no era mucho el tiempo que disponía, pero eso ocurría. La secuencia de esos días debían tener una explicación, pero aún no la había encontrado. Ignoraba si de noche estaba solo. Había algo que le daban con la cena que lo hacía dormir profundamente, pero no sabía si era así, no lo podía saber con certeza. Pero sí quedaba solo en ciertas horas del martes, del viernes y del sábado. ¿Lo espiaban de alguna manera? No le importaba saberlo. Al principio pensó que era importante saberlo, pero luego comprendió que nada podía hacer al respecto. En cuanto a la secuencia, era posible que no significara nada; los martes quedaba solo de cinco de la tarde a siete y cuarto; los viernes de cuatro de la tarde a ocho; los sábados, de diez de la mañana a once y media. Aparentemente la secuencia no significaba nada; apuntó los números como debía: 17﷓19.15 = 16﷓20 = 10﷓11.30.

Dos horas quince más cuatro horas más una hora y media más, daban siete horas y cuarenta y cinco minutos de soledad por semana. Repetía la suma, porque pensaba que sumaba mal. Esas horas las ocupaba en leer papeles viejos, revisar fotografías, buscar algunos libros que estaban subrayados, posiblemente por él, pero no lo sabía. Todo eso, no sabía por qué, lo hacía llorar. Intentaba no hacerlo y sabiendo a qué hora regresarían se lavaba la cara con agua fría, se ponía colonia, se sentaba y fumaba mirando cualquier cosa que le parecía posible mirar y fuera inofensiva esa mirada, como perdida en la nada. Después pensó en unir los números: 1719151620101130, cada uno de dos cifras. En algún momento supuso que las mansiones podrían tener algo que ver con estos números, pero si era así no lo descubrió. Por casualidad descubrió que los libros en algunos estantes correspondían a los números: en uno había 17 libros, en otro 20, en otro 15. Los ordenó. Eran ocho números y había ocho estantes que les correspondían en cantidad de libros. Supuso que en esos libros podía haber una clave. Cada vez que se quedaba solo revisaba escrupulosamente los volúmenes de cada estantería. No sabemos cuánto tardó en esa tarea. A veces se quedaba leyendo uno de los libros y las cosas se demoraban más de lo previsto. En algunos libros fue encontrando papeles con fragmentos de un mensaje. Supuso que era su letra, pero no podía comprobarlo. También dedujo que los papeles podían transmitirle un mensaje que en parte descifraría su vida, si es que así podía llamarse. Tal vez era necesario anotar en qué libro encontraba cada uno de los papeles. Los fue anotando cuidadosamente en una pequeña libreta que suponía no la había descubierto. No lo sabía. No le importaba no saberlo. Fue anotando los libros y los fragmentos, iba reconstruyendo la frase, la que acaso sería el final del enigma. ¿Cuánto tardó? Tampoco lo sabemos. Pero llegó al final, quince minutos antes de que llegara el final de su soledad del martes. Cuando abrió el libro donde estaba el final del mensaje, el libro era La rama dorada, sintió una especie de desesperación insoportable, quizá como toda desesperación. No lloró, tembló de miedo, de dolor, de tristeza, de impotencia.

Ese martes los desconocidos llegaron antes. La desesperación no le duró mucho. El primer tiro le pegó en la columna y se desplomó. Lo dieron vuelta. Ahora el rostro del desconocido le resultó bien conocido. El segundo tiro le hizo un agujero pequeño en la frente. El enigma, si era tal cosa, había sido resuelto.

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