Mar 09.03.2010
rosario

CONTRATAPA

Conversaciones en un almacén

› Por Luciano Trangoni

Hay dos niños descalzos en esta historia. Dos niños que llevan tatuada en cada párpado la palabra hambre. Eso lo sé porque me asomo a la ventana y los veo descalzos frente a mi puerta, sus vientres chatos, los ojitos desorbitados acompañando un balbuceo que cualquier animal podría comprender. Les digo que esperen. Les grito que esperen mientras corro a buscar algo en la heladera; pero allí no encuentro nada y el gato me roza la pierna, carajo.

Cuando salgo a la calle compruebo que los niños ya no están esperando frente a mi puerta. Así se mueve la paciencia del hambre, me digo, en un tiempo absoluto y sin pliegues. Ahora están frente a la puerta de mi vecino. Yo les hago señas con una mano, pero no me ven, de tan descalzos.

¡Esperen! -les grito una vez más, y vuelvo a la casa, a la pared amarilla donde cuelga el reloj. Son las dos de la tarde, me digo. Don Manuel debe estar a punto de cerrar el almacén. Tengo que darme prisa.

Los niños están ahora frente a la puerta de otro vecino, las manos vacías aún, sus bocas masticando el viento y la tierra del lugar.

En el almacén hay otra persona. Una señora. La veo, al ingresar, de espaldas a mí. La oigo dirigir palabras incomprensibles a un don Manuel que parece, a estas horas, un fantasma agobiado por la miseria del calor o la rutina. El viejo arruga la cara y con las manos apoyadas sobre el mostrador se inclina sobre la señora como si con ello pudiera oír mejor.

"Acá en el barrio no lo quiere nadie -dice la señora-. Eso es seguro, don Manuel. Y no me mire así. Vaya, si quiere, y pregunte. Todos le van a decir lo mismo: no se le conoce la cara y mucho menos el saludo. Saca la basura cuando se le da la gana... Qué quiere que le diga, es un desagradable".

El viejo se queda viéndome unos instantes y luego baja la mirada y vuelve a arrugar la cara. Siento en el estómago la necesidad de expresarme. Quiero decirles que estoy apurado, que los que tenemos hambre somos más de tres, pero no me atrevo a interrumpirlos y hago silencio de brazos cruzados.

-Dicen que al mediodía se lo ve en el súper de los chinos comprando cerveza. Así empieza el día ¿a usted qué le parece? Digamé si no tengo razón. Según tengo entendido es un tipo joven, pero para mí no va llegar a los cincuenta. Así no. Así no va a llegar a ninguna parte.

Yo suspiro para que la señora me oiga. Carraspeo. Toso. Y nada. La señora ignora mi presencia.

-Y ahora usted me dice que el tipo es poeta -continúa, y hace una pausa para dejar oír una risita nerviosa-. ¡Pero qué va a ser poeta el tipo ése! No nos engañemos, don Manuel: un poeta es otra cosa. Tiene que ser otra cosa. Este tipo es un ordinario, qué va a ser poeta, por favor... Si éste es poeta yo soy actriz de cine.

-Si ése tipo es poeta -agrego-, yo soy el mismísimo Beno Von Archimboldi. O mejor: el joven Raskolnikov. O Sancho Panza. O mejor: una ballena plateada con un carpintero en el vientre. O una morsa inglesa que compone canciones psicodélicas en un piano de cola. O una cucaracha que vende seguros o camisas de algodón. O la yarará que muerde la carne de un isleño que más tarde muere en un bote sin auxilio. O el gato que respira en la pared de un desquiciado. O mejor: el artista sin oreja que escribe cartas a su hermano. O mejor: la morfina que circula por la sangre del yonki que dispara a la cabeza de su mujer. O mejor: el último de los pasajeros del Zeus. O mejor...

La señora me mira por primera vez y descubro que a su sonrisa le faltan, al menos, dos colmillos y un molar. Después desea las buenas tardes y sale a la calle, como asustada, arrastrando los pies, apretando sobre su pecho una bolsita de pan.

Don Manuel me mira entonces, y creo ver en su cara una tormenta.

-Estoy cerrando -me dice-. ¿Qué va a llevar?

-Los pibes ya deben estar lejos -le explico.

Él arquea las cejas y cierra los ojos un instante.

-Siempre estuvieron lejos.

-Quizás tenga razón, aunque esta vez los pude ver de cerca.

-Le creo -me dice, y hace una pausa al recorrer con sus ojos de perro la totalidad de la mercadería que nos rodea... Bueno, estoy cerrando. ¿Qué va a llevar?

-Lo que sea. Me da igual.

Salgo a la calle y compruebo que no hay rastro de aquellos niños. Es lógico, me digo, a estas horas ya deben ser adultos.

luciano [email protected]

(Versión para móviles / versión de escritorio)

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS rss
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux