CONTRATAPA
› Por Adrián Abonizio
Y ya cuando marzo empezaba a languidecer, extinguiéndose de a poco como una estela, abandonábamos todo entusiasmo y nos íbamos replegando, dejando sobre la playa del cemento escudos y artillería, caracoles y animales cazados; fogatas marchitas que eran todo un símbolo contundente y sin gloria del fin de los buenos tiempos. Eramos viejos abandonando su hogar para pasar a las casas de retiro; éramos heridos de guerra llevados a enfermería donde por un año no veríamos ese sol, y esos árboles de la orilla. Con penuria nos obligaban a desandar el camino de greda y empezar otro, de pavimento y olor a escuela. ¿Hay algo peor que el olor impregnado a útiles, láminas escolares, el guardapolvo esperándonos? Agazapado, como siempre acechaba el Mal: yo a su merced sin fuerza combativa y mi ejército disperso por la mala hora. Dejábamos los balnearios para remojarnos en otras aguas, fundamentalistas, cerradas, extenuantes. Lo único bueno consistía en el regreso del fútbol que había estado sumergido en dos meses y ahora resurgía anhelante, con otros nombres, cambios y álbum de figuritas nuevo. En una terraza soltamos al aire nuestro polen interno como una salutación al calor germinal que estábamos perdiendo. Un vecino nos vio y contó todo, timbreando en nuestras casas: mi padre, abanicándose con un cartón lo mandó a la mierda porque además estaba escuchando el primer partido de Central y venía fulera la cosa. El tipo era uno que vivía de rentas y lustraba los caireles de la iglesia para purificarse. Fue con su monserja hacia otros padres y de todos ellos recibió una expulsión parecida. Un domingo mi viejo me estaba llevando en bicicleta a comprar el pan: había organizado una "pescadeada" y quería tener todo en orden y temprano: los cuchillos afilados, el mantel lavado, la leña preparada y la radio con pilas. Ese día estaba inspirado. ¡Huy, mirá quien va allá! Era el vecino alcahuete, presto a misa de once, culito erguido, apurado en su meta angélica. Advirtiéndome que me agarrara pasó tan cerca que de un barquinazo de su máquina entrando en lo oscuro de un charco salpicó al fulano hasta el vidrio de los anteojos. !Chau, Cristo!, le gritó y lanzó una pedorrera bucal que me pareció excesiva. Solía por ese entonces avergonzarme: era una aparición de lenguaraz cómico con un trasfondo indecible de crueldad. Su estilo era inmediato, filoso y más de las veces, injusto. Entonces sobrevino lo peor, lo que nadie hubiese imaginado que pase: el tipo, tocado por la afrenta empezó a corrernos. Mi padre lo azuzaba como a un caballo. Pero al alcanzarnos vi su garra en la camisa paterna y el posterior empujón que nos arrinconara a ambos contra el manubrio y el conductor de aquella loca cuadriga al no tener poder ya de manejo se precipitó sobre otro charco. Era marzo, el marzo espantoso de las lluvias que se estaban comiendo las calles con agua impura, hojas revolcadas, pozos profundos. Caímos en uno, una boca de tormenta terciada y salimos de aquel evento él con una pierna rota y yo con el corazón bombeándome bajo la remera amarronada. Aún lo recuerdo, puteándolo desde el empedrado, mientras el sujeto desaparecía con cara de susto metiéndose en su cubil cristiano de parroquia. Luego, lo demás: la ambulancia, mi papá sangrando de la boca y blasfemando como un condenado, la bicicleta hecha un nudo guardada en el bar conocido y yo extrañamente sano y disuelto en una nada mientras que afuera empezaba el viento de marzo y ya el Carrasco nos cobijaba como a heridos del frente. Pasó marzo, mi padre contaba los días en su litera para salir a romperle los huesos. Arriba, un cielo gris de barriletes me auguró la idea. El tipo de culito parado, el mariconzuelo que vivía aún con su mami anciana debía ser apresado en nuestro cubil. Todo lo maquiné en una esquina mientras veía llegar a la viejita que ya estaba a dos casas de la mía. Tuve la inspiración del diablo: de unos saltos estuve al lado de ella y de un empellón suave la introduje en mi casa. La senté en el comedor. No había nadie, era la siesta de marzo y mi viejo dormía en su guarida. Tomé un cuchillo de cocina y le exigí a la viejita el número de teléfono. Llamé. Al rato, tocaba el timbre el alcahuete, con los pómulos rojos, la lengua afuera y transpirándose todo. Mi viejo ya había sido alertado. ¡Hey, preparate que tenés visitas! El eunuco entró con pavor y lo recibí con el cuchillo largo, el de despanzurrar bogas. Ahí está su mami sana y salva mirando la novela y por acá, pase, lo están esperando. Lo tomé del hombro con una fuerza que desconocía en mí y lo metí de prepo en la pieza. Mantuve a la vieja a raya hasta que oí risas estruendosas de mi viejo. Vení, vení, me llamaba con rugidos cortados por la risa. Abrí y la luz empecinada de marzo iluminó la escena: allí estaba el vecino, desnudo, rezando de rodillas frente a mi padre que lo flagelaba con un diario, bufoso en mano. Por la raya del culo blanco del tipo, de entre los cachetes le asomaba un ramito de flores plásticas.
Aquella visión me acompañó mucho tiempo. La viejita ni se enteró, ordené vestirse al tipo, mi padre hipaba de risa, reconfortado como un rey demente. El portazo que di era por una extraña motivación donde ladraban dentro mío la furia, la tristeza, el orgullo, el pudor. Cuando mi padre me llamó para felicitarme, yo ya estaba arriba, sentado en el palomar, mirando la nada, sorprendido en el alma y a la vez estremecido por entrar de lleno a esa raza de humor y de maldad que me marcaría como tatuaje para siempre, el mismo que hoy llevo bajo la piel y se me hace imposible de borrar.
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