Escribo sobre el recuerdo, o de aquellos que creo debe ser el recuerdo, pero
también del recuerdo de los otros. Y de los amaneceres, altos, inalcanzables pero increíblemente hermosos, con el sol que aparecía infiltrando de rosa aquellas nubes que semejaban peñones.
Cuando nombro al recuerdo quiero decir algo huidizo y confuso, casi unas hilachas que apenas son deflagraciones mínimas en un remoto e incontrolable rincón del cerebro. Y también están los sueños, que se reiteran a través de los años o se modifican, pero, y sobre todo, está el sueño que nos visita puntual en las madrugadas. Y eso sí, allí se nos aparece íntegro el pueblo, pero no éste con su avenida orgullosa, su parque y sus calles asfaltadas que escoltan los arbolitos raquíticos. No, el pueblo que se me aparece en este sueño -diría en estos sueños porque son reiterativos es aquel de los grandes zanjones poblados de sapos y ranas, las anchas calles de tierra -huellones en invierno y polvo sobre polvo en los veranos esas calles que nuestras piernas recorrieron, esas piernas infantiles arrasadas por los costrones que nos dejaban las heridas producidas por las espinas de acacia, allí en esa copa alta donde a veces se incrustaba nuestra humilde pelota de trapo, esas heridas que también nos ganábamos con las alambradas de púas cuando robamos aquella sandía preciada y rojísima en el desierto sol de la siesta.
En aquellos tiempos de un pasado realmente remoto, en aquellos tiempos donde nuestra breve vida se reducía a dos o tres cuadras de nuestra casa, incluida la escuela y la cancha del Club, amén de la "cortada de don Pichi" como llamábamos a ese lugar que apenas transitaba algún sulky, un caballo extraviado y un ejército de perros vagabundos. Don "Pichi" no era otro que don Angel Pichichello ese pacífico viejecito italiano que entre el humo solitario de su pipa nos contaba historias fantásticas. Como ya la sabíamos todas y las teníamos clasificadas, le pedíamos; "la del tren, don Pichi", o, "la del lobo que mató en Italia con una sola mano". El viejecito sonreía con sus ojos que tenían el color del Adriático y comenzaba con su chapucero español y su cuasi dialecto. Ante tan numerosa expectativa infantil ponía en juego sus dotes de narrador oral.
Nos mostraba la rota uña de un pulgar, como prueba de su pelea con el lobo a quien venció poniéndole el puño en la garganta y asfixiándolo.
Pero la que más nos gustaba eran las historias de sus andanzas por el Chaco, como empleado del Ferrocarril piloteando una locomotora a vapor y de cómo los indios lo habían enlazado y a él y al fogonista tomados prisioneros... y usados como auténticos reproductores entre un harén de bellas y desnudas aborígenes. Nosotros simulábamos creerle y le preguntábamos:
Cómo hacia el pito del tren, don "Pichi", y él, feliz, nos remedaba el sonido ronco, incluía el ruido del viento en la fronda y el atronador grito aborigen sobre los empleados italianos del Ferrocarril que era todavía de la compañías inglesas.
Los más chicos se tiraban al suelo y se revolcaban entre alaridos y risas.
Yo creo que era un hombre feliz, sobre todo cuando le pedíamos que sacara su pequeña "verdulera" y nos tocara unas canciones de su tierra natal. Montaña y mar y cielos que no volvió a ver.
Entonces se sentaba sobre una inmensa piedra cuadrada que había puesto apoyada a un añoso plátano y entrecerrando los ojitos, casi escondido su rostro entre ese gran sombrero aludo que nunca se quitaba y esos grandes bigotes amarillos de tabaco que él llamaba humildemente: "mis mostachos", se dormía.
Pudimos haberlo llamado -tal vez don Angel, nombre al que su bonachona humildad no defraudaba, pero no, tal vez por esa herencia que recibimos de los grandes, seguimos la insobornable tradición del Barrio El Jazmín y lo llamábamos como todos: don "Pichi".
En mi tiempo tuvo un carro tirado por caballos, un auténtico carro volcador, el único que vi en mi vida. Con él, un moro uncido a las varas, un alazán de tiro y munido de una pala, todas las mañanas emprendía al paso cansino de sus matungos el repaso de los caminos vecinales, todos de tierra, como es obvio. La Comuna lo había contratado o era empleado fijo, no me acuerdo, para "remendar" esos caminos baqueteados por las lluvias y los carros cerealeros o los numerosos tamberos que en ese tiempo llevaban la leche a la Cremería. Don "Pichi" levantaba a pala tierra de los costados y la iba tirando en esos pozos que la molicie multiplicaba.
El otro trabajo, el que hacía por las tardes era mucho más placentero. En un terreno vecino a su casa -que había levantado con la ayuda de su hijo José, albañil cultivaba una huerta primorosa, que era su orgullo y el del barrio, por añadidura.
Cuando se jubiló se pasaba desde el alba, muchas horas escondido entre los altos tomatales, los pocos surcos de maíz, las plantas de poleo, agachado arrancando los yuyitos, de a uno, con la mano.
Yo le había regalado una pipa y se lo pasaba fumando. Sobre el hornillo le había incrustado una caja de fósforos Ranchera a guisa de sombrero protector.
Me cuenta Roberto Vega, su nieto y de hecho mi primer amigo, que al final de sus días mientras él lo cuidaba en el hospital, pidió su pipa y su tabaco. Se enojó cuando Roberto con toda razón se lo negó. Pero insistió tanto que al final lo encerró en el baño y le dio lo que le pedía. Cuando pasó la enfermera enseguida se percató del olor a tabaco, pese a que mi amigo había abierto el ventanuco del baño. Lo retó la chica vestida de celeste, pensando que quien había fumado era el nieto y no el abuelo.
Mi amigo pidió perdón, asumió toda la responsabilidad y cuando me lo contó, con una sonrisa pícara, afirmó:
Yo sabía que era su último deseo. Fue muy bueno conmigo: ¿Cómo se lo iba a negar?
Y así fue, en esa noche murió, dicen, con una paz en su rostro de gringo bueno, y tal vez soñó con su aldea natal en el último instante de su vida, y ya no lo perseguirían los hombres desnudos de una piel cobriza cuando él era un ferroviario que cruzaba los montes del Chaco.