CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo
Entonces me digo que si hay mujeres del nuevo milenio pueden vivir apoyadas sobre cosas muertas que fingen estar vivas, yo también puedo existir, apoyada sobre mis cosas vivas que fingen estar muertas. La única realidad es la irrealidad, dijo el poeta, por eso sigo caminando por la ciudad como un rayo misterioso sin que me tiemblen las piernas. En el mundo hay tantas maneras de hacer lo incorrecto. Pero todas las comparaciones son odiosas. El problema no es el cuerpo de la copa ni el cerebelo del aire. El problema es que las porciones de eternidad son demasiado grandes y las tristezas sexuales atan un moño de señor en las canicas carnosas. No sé, no sé, me parece que el otro poeta también tiene razón: ningún pájaro se eleva demasiado alto si vuela con sus propias alas. Ahora que le quité mis alas, ya no podrá volar más el pájaro. La excesiva piedad es tan mala como la crueldad extrema. No sé, no sé, por más que me esmere, no puedo caer como toro sangrante sobre mi presa. ¿Qué hará el pájaro triste sin mis alas? De sólo pensarlo me impresiono. No hay nada más gris que un pájaro sin alas. Ya no podrá menear su cola, confiar en su mosquete y sacudir su osadía. Los pájaros sin alas, como los poetas y los enamorados, están condenados al infierno. La vida está hecha de irrealidades. Por eso digo adiós cuando debiera decir hasta mañana: pero admito que no es cierto. Si no fuera por esa mínima diferencia, yo sería como cualquier mujer modelo by siglo XXI. Somos tan parecidas que si nos pusieran en una rueda de reconocimiento, nadie podría reconocer a la culpable.
De pronto se hizo el milagro: apareció la princesa. Con nuez de Adán, barba de Dylan Thomas, nudillos de cerrajero, ojos de pájaro y zapatos de cruzador de puentes. Cuando la encontré, no estaba en la zarza ardiente hablando palabras que después se extinguen, sino parada sobre sus pies de hombre. Este varón princesa reposaba como una oscuridad detenida en los dedos de la noche. Extendía sus alas de luna inexistente y llegaba hasta mí como río bravo poblado de peces.
La princesa varón, como toda princesa que se precie, tiene un costado prohibido. Esta criatura del asombro sabe que en el fondo de la palabra está el silencio pero no se tatúa en la espalda el nombre del miedo. Esta mujer testicular, erguida sobre las trémulas medias de un hombre, no se siente débil cuando la recojo del mundo como una frágil amapola y la acuesto en mi cama.
El camino del exceso conduce a la sabiduría. El de la prudencia, al fastidio. Mi princesa masculina, antes de irse a vivir con los búhos y los murciélagos, se llena el corazón de una indescriptible transparencia. Desde que la vi llegar con el molino en la mente supe que esa princesa podía embotellar nubes y beberlas. Luego, cuando llegó la noche con su elemento nupcial, al verla de pie, con el cetro espléndido, presentí que los astros ya nunca más mendigarían la chispeante emulsión de las estrellas.
La cuestión es embutir el espíritu para encerrarlo en un cuerpo incapaz de contenerlo. Nada más seguro que un sangrado de nariz para conocer el espíritu de un hombre. Pero el cuerpo es lo que primero se ve y los sangrados son esporádicos. Ese es el problema del cuerpo: su intemperie. Pocos saben que el cuerpo y el interior del cuerpo son dos valvas indivisibles y se quedan con lo próximo posible. Nadie mejor que yo para confirmarlo: creí ver un hombre cuando era una centella ardiente. Aquel que permite que lo hagas morir, conoce tus cualidades de asesina. El cuerpo es un pájaro que vuela a ras de suelo y a ras de luna. Él y su espíritu son hermanos gemelos: ninguno sabe cuándo es suficiente. Ese es otro problema del cuerpo: su transparencia. El cuerpo deja ver cómo se debate el alma para embutirse entre las vísceras. Los contorneos de iguana, los espasmos de ángel, el ronroneo de pez. Pero un cuerpo también tiene sus tretas: el collar dibujado alrededor del cuello con el filo de una botella no alcanza para presumir un suicidio fallido. A veces, esas marcas tratan de disimular los rastros del collar que lo mantuvo atado a la obediencia. Por ello, cuando el cuerpo amarrado encuentra en otro cuerpo sus alas, chorrea la hemorragia del más profundo deslumbramiento. Ese es el problema del cuerpo: su belleza no escatima en derrames y riesgos. Y una, que lleva la señal del crimen en cada molécula, no tiene más remedio que convertirse todas las noches en asesina serial del mismo hombre. Así es que los días de verano cuando aún no es verano y los días de fiesta cuando aún no son días de fiesta, pasan de ser tormentos a tormentas. Y sé bien que esto no tiene que ver con el erotismo forense, pero tiene que ver con las alas, los líquidos, las hemorragias, las estrellas.
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