CONTRATAPA
› Por Adrián Abonizio
Ay Dios, empezaban las clases y el Sr. Tiempo maduraba el cosmos regurgitando su racimo de uvas sobre nuestras cabezas de reos dispuestos al patíbulo. Secretamente, no admitía que me gustaba ser alumno pues eso era declararse ortiva. Ocurre que era quinto año y me debía una entrada triunfal al equipo de handball que se me había prometido ni bien pisara ese grado Michifuz, que así apodábamos al profe de gimnasia. Era un tipo, paradójicamente a pesar del apodo, lungo, con cara de roedor mal ensamblado por algún dibujante beodo de la Walt Disney, pues cargaba la cintura pegada al plexo; por ende resultaba un panzón con llavero y pito en mano haciéndolos girar en un tick de mando en vozarrón de milico. Pero me había puesto los ojos y me insistió que jugaría en la liga superior. Pero, el ¡Ay Dios empiezan las clases! era el runrún y no debía -como atleta que me consideraba- desconcentrarme. La oración era dicha en boca de las señoras sudadas, con batones y crías feroces: ¿No se podría alumbrar la idea de un comienzo de clases amable, sin apremios, algo normal o sin inconmensurable alegría, pero al menos evitar el fantasma de que todo aquello era un castigo? Pero las entendía: esas madres venían de maridos indiferentes o fajadores, transpirados indolentes que se calzaban la pilcha y se iban al boliche. Señoras que habían vuelto a ser vírgenes por intocadas luego de metódicas maternidades, con un ristra de hijos e hijas, a las que había que asear, desmelenar, despulgar y obligarlos a calzarse un uniforme. Todo aquello les recordaría la situación de calvario, mientras las varices aumentaban y las pastillas para los nervios circulaban de monedero en monedero como caramelos. Yo las veía, las consentía, las comprendía: estaba alto en mi metier, andaba comtemplativo y por suerte mi madre no era del grupo de raposas perdedoras, olientes a cocina y con vello en las axilas. Ella llevaba tacos, se empolvaba la nariz, lucía corte de peluquería y saludaba con una sonrisa, pero de lejos, para no involucrarse con ese sufriente ganado en pie que solo podía murmurar: ¡Ay Dios empiezan las clases! Pobres de ellas, pobre manada de mujeres sin armas, sin alma ni libertad.
El primer día de gimnasia Michifuz, alto, señero, pegándome un tincle en la nuca me anotició que estaba en el equipo. Lo miré como a un dios: era olímpico, de bigotazos duros como de estatua, ganador y me había elegido. Transcurrió la tarde y mi felicidad no cabía en el buzo azul. Luego, a la hora de Hijitus traspuse el umbral donde mi madre, sonriente como Bette Davis, me esperaba con la chocolatada fría. Había otra persona en la sala, la espié: era la esposa del profe Michifuz. Llamé a mi madre con un guiño y le hablé al oído contándole que me habían puesto en el equipo y si la presencia de esa dama allí en el rectángulo del living tenía algo que ver con mi debut en primera. No, son otras cosas... Historias de grandes... Andá para la cocina a ver televisión que tengo que hablar con Doña Laura. Un algo me dijo que podría sintonizar otra película mejor: subí al techo y por los bordes para que no oyera mi retumbar me colé boca abajo y por una pequeña abertura que daba al cuarto donde ya estaban departiendo me dispuse a oír. Fue memorable. Fue monstruoso. Fue educativo. Fue gracioso. Unas piedritas se me clavaban en el cuerpo, había una caca de paloma seca cerca de mi cara pero no quería delatarme. La que hablaba era Doña Laura. Fragmentos, claro: Y así es, Doña, vine a usted porque usted sabe... Usted es sensible y sabe aconsejar. El, él es un bruto, siempre con otras, siempre mirando a otras... Pero hoy, después de su clase lo esperé, y le grité tanto que todo el barrio se enteró, ¿sabe? Lo puse de patitas en la calle. Yo oí un suspiro de aprobación y un lloriqueo... Entonces, créame señora que no obstante el despecho se me aflojó el corazón, y fue porque se me largó a llorar. El infame, me hizo cornuda con perdón de la palabra y se larga a llorar... Que no podía estar solo, que tenía miedo de hacer una locura. ¿Y usted? La voz de mi mamá, severa, sonó por vez primera desaprobando. Yo, yo... Lo dejé pasar..y una vez dentro, viendo que en sus manos tenía las cosas que le tiré a la vereda.. Le pegué con la escoba en la cabeza y enseguida se largó a llorar de nuevo.... Lo tengo en cama, metido, meta moquear... ¡Hasta se le ha dado por ver la novela! Hubo una risotada contenida de ambas que así se despacharon con la desgracia del Michifuz, golpeador, amante, voz de trueno y por lo escuchado bastante cagón.
Me deslicé hacia atrás como una víbora y terminé la leche. La Sra. Laura partió. Mi madre me interrogó sonriente: ¿Que tal el gimnasio? mientas juntaba ropa seca. Bien, todo bien -dije concentrado en Neurus y Pucho.
Al día siguiente lo vi: los dedos con el pito y las llaves, canchero y en nada evidenciando la paliza recibida a no ser el parche en la pelada ensortijada. Me caí limpiando el techo a pedido de la Bruja, ¿viste?, argumentó a su ayudante mientras le miraba en un giro rápido el culo a la profe interina.
Ordenó, gritó, nos trató de maricones sin resistencia, de pelotuditos; que no teníamos aguante y de muchas otras cosas más. Se las toma con nosotros porque ayer casi lo rajan ¿no? -murmuré por lo bajo. ¿Qué dice usted?, me apostrofó y su sombra azul se proyectó sobre mi cuerpito entumecido por el esfuerzo.
Nada, profe. ¡Usted es mi ejemplo! Gracias por enseñarme tantas cosas buenas, eso dije. Me miró y se sonrió reconfortado ante todos. Luego cuando salimos se puso a mi lado y tomándome del hombro, con su garra de gato sucio en mi hombrito deslizó: Una sola palabra de lo que ya me parece que sabés y te quedás afuera del equipo, ¿tamo?
Así era el mundo canchero, artero, gladiador de cobardes y oliente a caca de hombre mayor. Pensé en las mujeres de batón y deduje que ellas, con sus penurias de encierro, con sus penas de telenovela, resultaban más fuertes que todos los Michifuz del planeta. Y mucho más honestas.
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