CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
Con sólo tirar de una hilacha suave, lentamente es como se viene de golpe toda la memoria.
Los amaneceres trajinados, con la niebla que difumina caballos, hombres, herramientas, objetos seguramente. Antes que el sol ponga orden y contorno preciso a las cosas, algún gallo cantará y un grito, el primero, dará una orden a los caballos que tiran ese aradito miserable camino del campo, y el primer latigazo abra las puertas a la dura jornada del día.
En aquel tiempo -y prefiero pensarlo como real- las cosas venían de otro modo y los pájaros realmente invadían los cielos y los árboles y los plaguicidas no habían matado el gusanerío que los alimentaba. Había variedades y cantidad ya nunca más recuperables, como aquella infancia lejana que se nos fue para siempre.
La casa, las calles repletas de árboles coposos que daban sombra contra ese sol que venía a mansalva, el campo con sus trebolares y sus trigales que cabeceaban sus espiguitas, bajo el leve viento de octubre, los cañadones con sus juncos y sus patos y sus tijeretas fugaces y aquella sábana blanca y lejana de la cigüeña en el aire y esa garza mora que se aquieta en la orilla del cañadón de Compañy y esa nube de bandurrias sosteniendo el verano. Todo eso, o mejor, todo aquello murió para siempre. Ahora entonces, en este momento, en este atardecer en una precisa ciudad donde uno vive, una ciudad que besa un río viajero con sus islas y sus barcos y su implosión de gaviotas que cruzan el río y por el cual viajan los peces, y como hoy es domingo, y la tarde agacha la cabeza detrás de aquellos altos edificios que me quitan el crepúsculo, digo en esta tarde pienso cómo estarán las lenguas moribundas y violetas del sol que se enciman más allá de aquel pinar lejano que corta como un cuchillo verde el "Camino del Diablo". Pienso quien mirará este crepúsculo que yo me pierdo.
Pasan grupos de chicos con tramperas por ese camino, van hacia el campo de Ramón Camiscia, tal vez a tentar con sus "llamadores" los pájaros sueltos y poder atraparles su canto. Alguna otra vez vi pasar a esa o a otra barrita que va en silencio con sus cañas al hombro, a pescar en sus cañadones donde está la capillita de don José Cinell.
Yo también hice ese camino, por los mismos motivos, para cazar o pescar, y también llevaba al cuello una gomera asesina, sólo que en la inocencia de entonces no cabía la culpa en la muerte de un pájaro.
No me cuesta trabajo mirar hacia los costados y ver esos rostros quemados, esas cabezas rapadas -como yo mismo trotando o al paso largo, flanqueándome: "Toto" Míguez, "Ñangá" Gómez, "Tago" Sánchez, "Chajá" Correa, "Chorchi" López, como en desvaído lienzo de entonces. Al ir nos cruzábamos con algún que otro sulky, casi ningún auto. Y muchos carros de tamberos con su estrépito y su apuro por llegar a la Cremería a entregar la leche de un alboso espumear.
Ese camino es recordado por muchos motivos, además que su sólo nombre concita al mito o al recuerdo de las historias de luces malas. Algo más sin embargo trae a mi memoria el sonido convocante de sus sílabas. Decir "Camino de Diablo" es recordar el galope obstinado que regresa junto al silencio de la noche, cuando acostado y protegido por la calidez de la gruesa frazada del invierno, sin conciliar aún el sueño, temeroso por los ruidos del exterior o por el chillido aterrador del viento en los árboles, oía ese galope alejándose o -y esto era más frecuente el trote desparejo de un caballito criollo que arrastraba, tozudo, un sulky de ruedas que rebotaban sobre la dura calle de tierra, y hasta a veces nos llegaba el chirrido de los ejes sin engrasar o el chicotazo del látigo sobre el anca indefensa de ese percherón oscuro que corta la noche como un bólido, con un destino preciso, con las intención de llegar antes de la lluvia, ya que una tormenta sería intolerable antes de llegar a la chacra, o, aún peligrosa porque la oscuridad era total, sólo iluminada por el relámpago esporádico dando un marco siniestro y fantasmagórico sobre el otrora bucólico paisaje de mugidos, relinchos y del trigal que corre al riesgo de perderse si la piedra no se apiada y golpea asesina para siempre.
Tal vez las luces de una hipante Ford T con su haz de asombro ilumine el camino desparejo, pero es sólo suposición porque me han prohibido siquiera asomarme a la ventana y deberé dejar librado a la imaginación cualquier adelanto de la técnica que incluya el ruido de motor o mis recuerdos.
De todos modos mi selectiva memoria recuerda frente al nombre del "Camino del Diablo" ese invencible galope que corta en dos la noche tormentosa como un gran invisible cuchillo sobre el recuerdo que no será batido por ninguna desmemoria.
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