CONTRATAPA
› Por Sonia Catela
Y es que tiran el cadáver amortajado al Paraná, "¿lo van a encontrar? Ni con radar", encienden el motor del patrullero pero no las luces y enfilan hacia Rosario, hacia el rato antes, cuando tenían al tipo maniatado y "¿sabés qué queremos de vos, Juan? ¿No? Que te arrodilles y chupes nuestros botines", que se humillara porque no había delación de nombres a exigirle, ni participación en conjuras o complots a desarmar, ya que la cosa acababa de ocurrir en Buenos Aires y con autores de otras fuentes, militares, gente del orden, pero el tipo, Juan, con veinte detenciones por desacato y resistencia a la autoridad sobre la espalda, y esa testarudez que lo llevaría a cometer otras cien, o doscientas insurrecciones, sin apartarse de las imprentas clandestinas, de las protestas, de las volanteadas, este comunacho "la iba a parar". Negativo, "nos tenés podrido", Juan embalado como un tren a contramano, pero al tren se lo desvía y descarrilla, "ponelo en la camilla y dale, empezá. Hay que doblarle la terquedad", entonces, ya que no la vas a parar, humillate, lágrimas, una defección de tus esfínteres, cagate encima, una retractación, vómito, pedí piedad, algo en palabra o gesto, un doblegamiento del cuerpo que compense todo lo que nos jodés; el contrato social, Juan, ceder un derecho a cambio de otro, entonces ¿vale la pena aguantar los latigazos de la electricidad? Abreviate y abreviemos, "Acelerá, Tixie, metele otra...", pero el hombre los enmudece, les mutila las palabras, "pará, che, éste está duro como una estaca", y se les queda el hombre, tomale el pulso, mirá si se le para el corazón, no jodás, nadie se muere por la picana, ¿y si éste se manda esa joda? y sobre llovido mojado, ahora cayó la esposa, esa jodida, la Rosa Trumper se ha plantado afuera, le trae un termo con café, ropa y una frazada al muerto y se emperra en que le demos las cosas y no se mueve de la Jefatura, salí vos y decile que ya es tarde para esas comisiones, que se retire y vuelva mañana, que no estamos a su disposición, que si no sabe que en Buenos Aires lloran las madres el tendal de sus víctimas, decile que la situación es crítica, listo, la mina tuvo que dar el brazo a torcer y mandarse a mudar, pero volverá, ya conocés la persistencia de los de esta comparsa, y para colmo todos los otros "camaradas" aquí presentes escucharon a quién trabajábamos, saben que lo teníamos al médico, se nos viene un tole tole, este flojo nos metió el gran embrollo en el traste.
Y aunque habrá pacto de silencio, y se asegurará que el delegado del PC se retiró anoche de la Jefatura por sus propios medios, y se harán desaparecer fojas del libro de movimiento de detenidos, y se saldrá en silencio portando el cadáver y se lo enterrará cerca de la estación de trenes de Ibarlucea, (donde se deja un rastro, el trozo de tela del sobretodo del médico), y luego se moverá nuevamente el cuerpo a otro sitio usando el vehículo de la División de Investigaciones, y aunque se arrancarán las primeras 41 fojas del libro de guardia de la Policía Caminera de Pérez para borrar las huellas del traslado, y aunque el 26 de julio, el propio jefe Lozón terminará admitiendo la muerte del médico causada por no soportar las descargas eléctricas de la picana,
el cadáver de Ingalinella jamás será encontrado.
Juan camina. Camina a pasos sedados, por fin, hacia el barrio, su casa, el consultorio. Ya pasó lo peor. La oleada de la primeras horas es la que te chupa y te arrastra a la seccional. Se estira los párpados, que se desprendan de las largas horas de exilio en lo de Arnaldo, y de ese desasosiego habitual de presa que aguarda, el revisar una y otra vez los volantes impresos clandestinamente como si fueran a cambiar su texto, como si las letras pudieran reacomodarse, maliciosas, para incriminarlo y dijeran en público otra cosa que en privado, traicionándolo. Juan traga la incansable saliva ácida; "Nos vemos en La Unión a las siete", acuerda con Arnaldo, el que falta es porque cayó preso y el otro deberá poner en marcha la pesada maquinaria de ubicar al prisionero, Juan y su carga de veinte procesos por resistencia a la autoridad, veinte detenciones y cada vez es otra historia, creatividad de la policía para que nada se repita. Las rayas verdiblancas del toldo el Bar de Pozo ¿y si se sienta por un café de refuerzo?, no con esa acidez, y aunque su mujer afirme que ya se le hizo callo y hábito ese continuo tránsito de la casa a la cárcel, Juan sospecha que el golpearse como una aldaba contra el itinerario "seccional, abogados, sede del partido, entrevistas, papeleo, juzgado" ha terminado por agotar a Rosa, Rosa Trumper. Pone la mano en el picaporte. Entra y aunque lo peor ya pasó, Juan Ingalinella no podrá llegar a destino.
Los hechos: a las seis de la tarde del 17 de junio de 1955 el doctor Juan Ingalinella fue retirado de su domicilio Saavedra 667, barrio la Tablada, Rosario, por un grupo de cuatro policías, sin orden judicial, diciéndosele a la esposa, Rosa Trumper cuando se apersonó horas después en el Departamento de Policía de Rosario con un paquete para su marido, que no se lo recibían porque había "llegado tarde", y al regresar en la mañana del día dieciocho, se le informó que el médico había salido en libertad la noche anterior, mientras otros dirigentes comunistas confirmaban la presencia del delegado del partido en la Jefatura, donde todos fueron sometidos a torturas; la familia permaneció aguardando el regreso del médico, cosa que no se produjo. El 27 de julio el ministro de gobierno de Santa Fe dio un comunicado reconociendo que el Dr. Ingallinela "habría fallecido a consecuencia de un síncope cardíaco durante el interrogatorio en que era violentado por empleados de la Sección Orden Social y Leyes Especiales". Los responsables sufrieron condenas de entre 15 y 20 años de prisión. El cadáver de Ingalinella no pudo ser hallado.
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