Dom 18.04.2010
rosario

CONTRATAPA

Rompecabezas de la vejez

› Por Gary Vila Ortiz

Otoño, ya es otoño de 2010.

Es el espejo el que perturba a Frankestein. A Drácula no le interesan porque los espejos no lo reflejan. La gente muy vieja tiene dos actitudes con los espejos. Una es el de eliminarlos de donde viven. La otra es multiplicarlos hasta que les sea posible. Un anciano de Saladillo tenía gran parte de su casa cubierta de espejos. Los muebles, digamos las puertas de los roperos, hasta los cajones de las mesas de luz, el aparador del comedor, tenían espejos. En el baño el espejo era de esos que aumentan considerablemente lo que reflejan. El anciano llevaba un diario en que el cual, además de otras cosas, apuntaba lo que veía todos los días en los espejos y los cambios que había experimentado. En el dormitorio había hecho colocar, como en los viejos hoteles de citas, espejos que reflejaban los cuerpos que jugaban el antiguo juego del amor que el anciano no había olvidado del todo. El anciano tenía muy buen humor, pero había dos cosas que le molestaban. Que otro ocupara su lugar de reflejo en cualquiera de los espejos. Y que se tomaran fotografías.

En Alberdi había otro anciano, que mantenía el encanto que sin duda debía haber tenido en su juventud, pero con ese encanto, aún venido a menos, no había podido todavía, cumplir con su sueño: Enamorar a una mujer, esa que por algún motivo le había gustado, sin importarle la edad. Había sido amigo de mi padre y era él el que me contaba parte de su historia. Nunca había pagado a una prostituta, a quienes por otra parte respetaba de una manera muy particular. Les pagaba lo que cobraban por dos o tres horas, pero no se acostaba con ellas sino que las hacía jugar a lo que se había ocurrido jugar esa noche, y compartir las bebidas y lo que llevaba para comer. Se había casado, adoraba a su mujer y a sus hijos, pero sus engaños eran prácticamente cotidianos. En realidad le interesaba la seducción antes que el resultado final de la misma, que dicho sea de paso podía quedar para otro día si había algo, en esa mujer, un detalle, por pequeño que fuera, que le molestara. Tuvo la suerte de envejecer. Salía menos de su refugio, su madriguera decía, pues era un buen lector de Kafka, pero cuando lo hacía el destino o Dios, que de ninguna manera es lo mismo, o el puro azar, que también es una tercera cosa diferente, le ponía una mujer que le atraía en el camino.

Nunca logró conquistar a ninguna y la única que se paró, una muchacha joven que estaba sentada al volante de un auto esperando, le dijo que sí, pero que ella cobraba tanto la hora y tanto por esto y tanto más por aquello. Poco a poco se fue encerrando y se entregó de lleno a la lectura y a escuchar música. Eso le hacía bien, pero sabía que algo le faltaba a su vida y le seguiría faltando. Nos veíamos casi todas las semanas. El tenía un juego de damas que había comprado en Inglaterra, que era como un juego de bolsillo. Las fichas no eran tales, sino algo parecido a minúsculas columnas que se podían clavar en el tablero. Cuando algunas eran comidas, había dos cajoncitos en ese cuadrado de madera, donde las mismas eran colocadas. En cada oportunidad me di cuenta que su obsesión aumentaba, pero como al mismo tiempo él tenía conciencia de eso, no me preocupé demasiado. Nunca quiso usar esas píldoras que podían ayudarlo. Quería que las cosas fueran de la manera más natural posible. En julio debí viajar a Praga. Tardé en regresar, ya que antes de regresar quise conocer Alejandría, Málaga, Chicago, Hong Kong y La Habana.

Regresé hacia mediados de agosto. Pregunté por él. Había muerto. Un amigo común me contó de qué manera. Le gustó primero y luego se enamoró de una chica joven que estudiaba historia. Lo grave fue que la chica se enamoró de él. Decidieron vivir juntos. Las primeras noches fueron un fracaso, pero no les interesó demasiado. Luego de dos semanas ella le dijo que quería tener un hijo y le dijo que comprara esas píldoras. El se negó. Ella se las trajo de regalo. Pasaron dos noches fantásticas, pero la tercera él se murió de un infarto.

Recuerdo (si tenemos suerte, estamos destinados a recordar) que mi viejo me llevaba a Buenos Aires si había algún partido de Newell`s que nos interesaba. Como era médico del ferrocarril, lo fue creo que hasta 1947, viajábamos gratis y le daban un camarote con asientos enfrentados (creo que para cuatro personas) y una mesa en el medio. Allí jugábamos con un juego de damas igual al de mi amigo, para que las fichas no se cayeran. También a las quintetas, un juego de dados que invariablemente me trae una memoria más cercana. Se lo enseñé a Germán Chindamo, con cuyo padre compartíamos un "exilio afectivo" en la casona del Sindicato de Prensa en la calle Santiago, las quintetas, por lo cual nos pasábamos no sé cuantas veces jugando. Para modificarlo un poco yo solía agregarle dados a los cinco de costumbre.

¿Murió feliz? No sabemos porque es imposible saberlo. Queremos suponer que sí y que la chica quedó embarazada y decidió tener el hijo. Al tiempo se enamoró de un islandés que había venido a Rosario, se casó con él y decidió irse a vivir primero a Dinamarca y luego a Islandia. No volvimos a saber nada de ellos. Interrumpí la historia de amigo para el recuerdo de las quintetas. Espero que sepa perdonarme.

El tercer anciano, el tercer hombre, tenía un cierto parecido con Orson Welles. Tal vez era el menos excéntrico, pero nunca supe con claridad que es eso de la excentricidad. Vivía en un lugar que en rigor no es un barrio, o por lo menos no tiene nombre de barrio. Es periférico a lo que llamamos el centro de la ciudad, cada vez más amplio. Como se sabía parecido a Welles, quería repetir algunas de las escenas de sus films y de hacer de la vida de uno de los protagonistas de esos films su propia vida. Pero ninguno le alegraba demasiado. Decidió, después de una larga noche de grappa, caña y whisky, compartida con sus amigos, uno de ellos era yo, elegir la vida de Welles y seguir sus pasos. El problema era que no sabía hacer cine. Su único placer estético, además del de las mujeres, era invitarnos a cenar una noche de la semana (que nunca era la misma) y ofrecernos una cena muy especial que preparaba una vecina morochona, de cara muy agradable, con unos pechos que podrían haber sido la envidia de Sofía Loren, y un cuerpo apetecible. Si los dioses cocinan, ella cocinaba como los dioses.

Mientras cenábamos el leía los últimos poemas que había escrito. No eran malos poemas y algunos eran muy buenos. Pero como desdeñaba la publicación, luego de cenar, pasábamos a un jardincito trasero, donde cumplíamos con lo que él llamaba el "ritual de fuego de la poesía"¨ Hacía un fuego y primero él y luego cada uno de nosotros íbamos arrojando los poemas al fuego. Serafina, así se llamaba la morochona de cuerpo apetecible, se desnudaba y bailaba hasta llegar al éxtasis. Nuestro amigo tuvo el final que Welles alguna vez dijo era el que esperaba para él. Lo mató un marido celoso y poco comprensible: Cuando la encontró a su mujer acostada con él los mató a él y a ella y se entregó a la policía. Los dos, huelga decirlo, eran mucho más jóvenes que nuestro amigo.

(Por consejo de una prima hermana a la que quiero mucho y que suele escribir en este diario, Graciela Aletta de Sylvas, estoy leyendo un libro que en verdad es iluminador en muchos aspectos: "Nuestro lado oscuro. Una historia de los perversos", de Elisabeth Roudinesco. Cuando cuento estas historias, más o menos reales, me encuentro con un párrafo en donde se dice que en Grecia se castigaba a los hombres afectados de desmesura. El intento de la erudición es una desmesura. Y al paso de los años, al llegar la ancianidad, ese regocijarse en la improbable erudición, se convierte en un acto perverso. Lo que no encuentro es una respuesta a la pregunta que ahora me importuna: ¿Es la vejez en sí misma una forma extranjera de la perversión? No sé si encontraré la respuesta).

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