CONTRATAPA
› Por Piru Gabetta
A David Leiva y Lalo de los Santos, in memoriam.
Descubrió que amaba a ese club como amaría a las mujeres y a sus amigos el resto de su vida, en silencio. Fue cuando descendió a Primera B y enmudeció de golpe el rugido de simpatizantes y fanáticos que en una mezcla de exitismo y depresión, dejaron de ir a la cancha de un día para el otro. A partir de allí comenzó a sospechar sobre la verdadera naturaleza del hincha, pero él no faltó a ninguna fecha y siempre solo y callado en la tribuna despoblada, asistió al milagro de ver ascender a Ñuls a primera al año siguiente, coronado por un golazo del brasilero Diogo desde afuera del área en el último partido.
Volvió a su casa con el corazón en paz y nadie se enteró de cuánta piel y sudor habían quedado pegados al alambrado que vio ese sueño al fin cumplido. A la semana supo que la AFA había anulado el ascenso por un supuesto soborno a un tal Curtis, entrenador de Nueva Chicago y su equipo tuvo que masticar la tierra sin césped de los Sábados un par de años más en la B.
El dolor fue tan grande que comenzó a cantar tangos y como se sabe, el mundo entero se rindió a sus pies. No hubo un sólo reportaje que filtrase señal alguna y hasta hoy, fue imposible desentrañar el misterio de esa pena que su canto elevaba hasta alturas celestiales, para descender como un manto azul sobre el alma de la gente sencilla, convencidos de que ese cantor tenía los pulmones inundados de lágrimas.
Una de las dos únicas personas que conocieron su secreto fue el Negro Olmedo. Se conocieron por casualidad en Australia, adonde llegaron invitados por el Negro Broglia, un rosarino bastante tartamudo que triunfaba en la radio con un programa de noticias mundiales de último momento y que mantuvo desinformados y felices durante años a millones de australianos. Con Olmedo fue un flechazo mutuo y se quedaron hablando dos días sin parar en una vieja estación de trenes que evocaba a Rosario Norte en sus días de esplendor. Descubrieron que eran del mismo barrio y que tenían amigos comunes, el Cacho Lescano, Chiquito Reyes o Víctor Morjosé.
De entrada esa noche en Sydney y sin saber por qué, le contó todo. Olmedo lo escuchó al borde del llanto y por única vez en su vida se puso serio y le entregó a su vez el secreto amargo de su propia existencia, la razón última que iluminaba su talento, el exorcismo permanente de una pena que sólo su genio lograba convertir en risa: " ...yo siempre fui de Central Córdoba y nunca me atreví a decirlo ".
Cuando se separaron, sabían que no volverían a verse nunca más.
El siguió cantando y durante tres décadas logró que el mundo se olvidara de Gardel, pero el sucesivo e idéntico fracaso de su quinto matrimonio anunció el final de una vida y una carrera marcada por el silencio de un dolor insondable, capaz de quebrar y enloquecer a cada esposa que intentó salvarlo.
Se durmió para siempre, solo, en una pensión del puerto en Hamburgo, envuelto en una deshilachada bandera roja y negra que despertó las conjeturas que conocemos por sus biógrafos europeos, entre un supuesto pasado anarquista, sus simpatías por el Frente Sandinista o su amor por Sthendal.
La verdad de esta historia me fue confiada hace años en el café Tortoni por su mejor amigo, Enrique Cadícamo. Con temblorosa honestidad me confesó fatigado, que él también cargaba con la cruz de haber escrito un tango célebre, a sabiendas de que era el fútbol y no las mujeres, el que mata la ilusión.
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