CONTRATAPA
› Por Irene Ocampo
Leía hace poquito en estas páginas los recuerdos de Jorge Isaías sobre los primeros libros que leyó en la biblioteca de la escuela primaria de su pueblo. Y eso me llevó a recordar o intentar, al menos, identificar cuáles habían sido mis primeros libros. En mi casa había unos pocos libros que mi madre se trajo cuando decidió venirse a vivir a esta ciudad y dejar Santa Fe, en donde había nacido, crecido, estudiado y comenzado a trabajar de enfermera.
Un trío de clásicos universales fueron quizás mis primeras lecturas "serias", porque en la primaria yo no leía más que lo que me propinaban en la escuela. Y esto debe haber sucedido a fines de ese ciclo, cuando ya no leía tan bien en voz alta, por padecer un tratamiento de ortodoncia que me dejó afuera de los escenarios escolares. Moliére, y Oscar Wilde me introdujeron de lleno en la lectura de teatro, algo que nunca abandoné. Víctor Hugo era el tercero, pero nunca logró atraerme lo suficiente.
La Biblioteca de la escuela 88 "Juana Manso" era muy grande, pero nunca me invitó a quedarme mucho tiempo allí, y mucho menos investigar entre sus vitrinas. Por esa época la timidez ya era distintiva de mi carácter, y me acompañaría hasta bien entrada la adultez, mejor dicho hasta hace unos pocos años, bah...
Por lo que en algún momento de las vacaciones veraniegas creo recordar vagamente, me paré frente a la escueta biblioteca hogareña con aire curioso, aprovechando que mi madre andaba dando vueltas por la casa haciendo sus tareas domésticas, en uno de sus días de franco. Y no tuvo mejor idea que recomendarme a un autor argentino muy conocido, al que ella leyó poco, en parte debido a su activismo político. El autor era Julio Cortázar y mi madre se encontraba en las antípodas de sus ideas políticas. Sin embargo, me atrajo su recomendación para que leyera el primer cuento de ese libro que ella tenía, porque le parecía que era uno de los mejores cuentos que yo leería jamás, escrito en nuestra lengua, claro. El cuento era La autopista al sur del libro Todos los fuegos el fuego. Por una vez coincidí con mi madre en cuestión de gustos literarios.
Toda la primaria y la secundaria estudié paralelamente inglés. Primero con profes particulares y luego ingresé en la Cultural inglesa. La Biblioteca de la Cultura, cuando estaba en la planta alta del edificio de calle Buenos Aires, sí me invitaba a adentrarme entre sus estanterías. Y cuando la atendía Teresita, la bibliotecaria, cualquier búsqueda por más intrincada que fuera, se iluminaba, y las posibles oportunidades se expandían. Fue en una de esas búsquedas azarosas en que me topé con una de las primeras novelas de Iris Murdoch: The bell. No conocía nada de esta autora, pero algo de su nombre y del título de la novela me atrajeron. Y mi elección contó con la aprobación de la bibliotecaria. No leí todas sus novelas, quedé un poco extrañada con Under the net, la primera, en la que ya había comenzado a experimentar con la escritura desde la voz de un protagonista masculino. Pero no fue hasta que leí A fairly honorable defeat cuando mi curiosidad dio paso a mi admiración por Murdoch. Por esa época, también había comenzado a cuestionarme mi propia sexualidad, y las relaciones bi y homosexuales en sus novelas me acompañaron brindándome otra perspectiva.
Y finalmente no puedo dejar de mencionar aquí a la Biblioteca Argentina. A ella recurrí cuando mi búsqueda de literatura se volvió más esencial y también más radical, quizás. Borges, César Vallejo, Virginia Woolf, sobre todo el Orlando traducido por Borges, fueron algunas de esas lecturas que marcan, que dejan huella, que son capaces por sí mismas de teñir una época de la vida de alguien. Más aún si esa alguien está en esa etapa de la vida en que las búsquedas estéticas son parte de la apertura al mundo adulto, al arte, y a la propia creación. Las primeras lecturas de Trilce y Los heraldos negros me abrieron tímidamente y con estruendo quieto también, la puerta a mi propia poesía.
El año pasado tuve la maravillosa oportunidad de participar de una de las maratones de lectura. Leí y conté un poco de mi escritura a chicos y chicas desde preescolar hasta primeros años de la secundaria. Una experiencia fantástica que recomiendo. Porque la lectura aunque es una tarea que se suele hacer en soledad, también tiene mucho de comunitaria. Y el leer o contar en voz alta a otros y otras que nos escuchan forma parte de ese compartir lo de uno o lo que otros autores nos dieron o nos dan.
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