CONTRATAPA
› Por Marcela Atienza
Los fuegos artificiales más impresionantes que cualquier persona podría admirar en toda su vida se escuchaban crepitar en el cielo de Macao, la noche del día que llegué en un ferry desde Hong Kong. Duraron más de veinte minutos cada uno, y representaban a distintos países. Se iban encendiendo en algún lugar del cielo oscuro y luego en otro y en otro y más acá y más allá. Rojos, blancos, amarillos, flores, cascadas, cadenas, animales, azules, estrellas, rayas, rosas. Puf, pim, pam, pum.
Había llegado a la isla de Macao en el día exacto en el que se hacía un festival internacional de fuegos artificiales. Seguramente muchos estarán enterados de que hay festivales internacionales de fuegos artificiales de semejante magnitud en todo el mundo, pero para mí, ciudadana del hemisferio sur, era una novedad. En ese entonces no lo sabía y creí que había llegado al paraíso. Estuve horas esa noche con la cara hacia arriba, los ojos asombrados, la boca abierta y en el fondo del corazón un placer inexplicable.
Los fuegos me producen la fascinación que las cobras a los encantadores, o la sensación de un niño degustando con su lengua afuera un helado de fresas y vainilla en un dia de verano.
En Macao hay decenas de mueblerías con los muebles expuestos en las veredas, en la entrada y en su interior. Muebles gigantes y muebles muy pequeños. Muebles imitando a los viejos y muebles nuevos que parecen viejos. Muebles llenos de cajones. Con puertas, puertitas, herrajes con diseños desconocidos para un occidental. Pintados a la laca, o lustrados, o pintados con pintura de colores, o sino sin lustrar ni pintar. Muebles magníficos. Antes de que el cielo oscureciera, y empezaron los fuegos, descubrí las mueblerías de Macao y corrí entre ellas entrando y saliendo, tocando, admirando y pensando en cómo podía hacer para comprarme un container de muebles y cambiar toda mi casa con ellos. Me los imaginaba en la sala, en los dormitorios, en la entrada. Eran perfectos.
Macao es el puerto occidental que une a China con el resto del mundo. Es el resultado de una mezcla de sociedades, pero sigue conservando el estilo portugués de sus fundadores, lo cual produce visiones exóticas para cualquier visitante común.
Los chinos van a Macao a jugar al casino. A ellos no les asombran los fuegos artificiales ni las mueblerías. Hace tantos años que conviven con ellos.
Macao es una gambling city. Hay hoteles y casinos con luces de neón en todas las calles. Juegan a las maquinitas o a la ruleta o a cualquier cosa. La cuestión es jugar. Es una suerte de Las Vegas en el medio de un mundo lleno de gente, todo lo contrario del desierto de Nevada en el que se encuentra la verdadera ciudad de Las Vegas.
La noche del día que visité Macao hubiera seguido mirando los interminables fuegos artificiales si mi acompañante no me hubiera arrastrado para tomar el ferry de vuelta a Hong Kong.
Dejé Macao, con sus fuegos de artificio, sus mueblerías y sus chinos jugadores y volví a Hong Kong mirando desde el ferry las luces de la ciudad.
Lo que más recuerdo de ese contorno de ciudad es la torre del banco de china (Bank of China Tower para los ingleses ex dueños de la isla) diseñado por Leoh Ming Pei, el mismo arquitecto que diseñó la pirámide del museo del Louvre. Tengo grabado en mi retina la forma del edificio, con tirantes como cruces alargadas que lo recubren. Es uno de los edificios más modernos y atrayentes que he visto en mi vida.
Llegar a Hong Kong desde Macao permite tener otro punto de vista. Cualquier palabra es insuficiente para describir la modernidad de Hong Kong, sobre todo por sus galerías elevadas que como puentes intercomunican los edificios y permiten a los caminantes trasladase de un lado a otro de la ciudad sin tener que cruzar calles y esperar al tráfico que es infernal.
Enfrente del centro de Hong Kong está la isla de Kowloon, un barrio de Hong Kong. La cantidad de chinos de Kowloon supera los cuarenta mil por kilómetro cuadrado. Wikipedia y muchos artículos por Internet dicen que es una isla de cuarenta y siete kilómetros cuadrados adonde viven un millón novecientos mil habitantes, no sé quién puede haber contado tanto chinos vivientes, ni puedo imaginar cómo pueden convivir tantas personas juntas (más de cuarenta mil) en un kilómetro cuadrado.
Hong Kong es la mezcla de la modernidad extrema mezclada con lo antiguo, con los ingleses que no se resisten a abandonar su reducto, los templos a Buda, los negocios de ventas de perlas, la mezcla de comidas cantonesas y occidentales, el Star ferry que une las dos islas. La bahía, el mar de la China, su contorno.
La película Chungking Express, de un cineasta chino que descubrí hace años por casualidad, Wong Car Wai, da una idea del vértigo que se puede sentir viviendo en algún barrio de Hong Kong. Se ve allí cómo es la China desde un bar de comidas rápidas en un barrio turístico de Hong Kong.
Hong Kong representa muchas cosas. Tal vez demasiadas e incomprensibles para una visitante de America Latina. Mirar las películas de Wong Kar Wai, leer El Amante de la China del Norte, entre los libros y guiones de Marguerite Duras también pueden ser el inicio de un camino al conocimiento de China.
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