CONTRATAPA
› Por Adrián Abonizio
Por ahí andaban, magnetizados hasta en su propios intestinos, chocándose, esquivándose, yéndose, encontrándose a lo largo de años, calles, malos gobiernos. No tenían sepultura pero afanosamente parecían buscarla para sí mismos o para el contendiente: bastaría, según se dijera, que uno cayera para que el otro por reflejo también desapareciese. Eran los duelistas. Así se los conoció. Combatían a cuchillo por una mujer, a la generala por un caballo, al billar por un viaje. Se los vio redondos, alargados, mojados con lluvia y sin ella; atravesados por espinas de zarzas, en carnavales de perros ladradores, en murgas, kilombos, negreríos, bailes, circos, zoológicos ambulantes, esquinas de café. Donde brillaba una daga ahí empezaban, tropezándose en cascadas de nieblas, de nuevo erguidos, prestos al combate y la muerte real. Los últimos tiempos los encontraron más cansados y lentos. Sin llegar a las torpezas del deshonor, ingerían sus propias sombras por errarle al enemigo, o lastimaban un frente de casa pues allí se debatía en finos movimientos, la otra cosa absurda: la sombra del contrincante y contra ella o su espejo multiplicado por los faroles embestían. Nunca hubo ser alguno que los detuviera pues parecían no oír consignas, consejos ni retahílas de separaciones. Sobre el final empezó a llegar una imperceptible bulla desde el fondo de los comedores, de las casitas de madera por Carriego que mugiendo les decían en la luz muerta de la noche con estrella y fondo de tangos que ya estaba bien, que habían vencido, que nadie había ganado nunca. Pero se afanaban cuanto más repulsa imperceptible les dedicaban sus movimientos de baile. Obraban a las mil maravillas como escuderos de un cuento. Noche abajo sus pasados se fueron cocinando a fuego lento sonbre el mangrullo de un aceite que parecía hervir para deleite de un gigante. La Memoria, el Tiempo, todas cosas asombrosas y bestiales los fueron apaleando hasta dejarles las carnes vivas. Por entonces ya eran borrosos los duelistas, eran nada en el espacio, la gente estaba ocupada en las telenovelas y no en apariciones fantasmales de muerte, redención o chuchillaje. Hubo mañanas en que las veredas aparecían gotas de sangre pero se las atribuían a alguna pelea de gatos más que a ellos, devaluados en ardores y leyenda. Fueron tomando distancia con su mito y achicándose, limitándose de frío y de incomodidad: ya nadie quería sostener la charla sobre aquellos dos sujetos que se batían a duelo con cualquier cosa, por cualquier cosa. Entonces sí, alguno una noche lo dijo: la muerte por duelo había pasado de moda. Y todos aprobaron en medio de una asamblea de dipsómanos solitarios y trabajadores de oficios inertes. Los echaron de sus vidas y a nadie más importó el fluir de los aceros desenvainados, ni los gritos de guerra, ni los pasos apresurados de los duelistas al culminar sus batallas, cuando iban a sus guaridas para curarse las heridas que no habían obtenido recientemente. Una noche, sentados en el reborde de cemento del club, los duelistas se nos acercaron. Uno se agachó y lo reconocimos como al más alto: toda su cara era una cicatriz. Un humo azulado le envolvía el torso. El otro más bajo, tal vez más reservado permanecía alejado. Pero fue él el que habló. Nos mostró unas figuritas y entonces, ya en confianza, se nos acercó con ellas en las manos: llevaba surcos de raspones viejos y al igual que el otro su cara toda era un mapa de costurones. Nos extendió un puñado; estaban gastadas pero eran de las más difíciles de conseguir. Después los miramos y oímos que querían: nos estaban proponiendo si queríamos ir a verlos batirse a duelo en la ochava de enfrente, donde termianba la quinta de los Marranos. Es para probar, dijo el alto muy quedamente. Si les gusta nos pueden ir a ver cuando nos juntemos, acotó el otro. Los seguimos, los vimos por fin luchar, pujar y sangrar; luego huir uno por cada lado de la calle, cada cual a su madriguera, heridos por igual, apresurados en no morirse. En unos mes llenamos el álbum y lo cambiamos por la pelota de cuero. Pero no cumplimos al acuerdo y también, como los grandes, nos olvidamos de ellos, los fuimos obviando hasta que uno se acordó del pacto que teníamos y sentimos la punta de un remordimiento, pero ya era tarde, hacía tiempo que no se los veía más por el barrio. Según contaban los grandes terminaron yéndose juntos por un camino de tierra que sabíamos, llevaba a la nada, esa nada de horizonte perruno que solo conocen los criminales, las brujas o los artistas incomprendidos.
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