CONTRATAPA
› Por Leandro Arteaga
"¿Por dónde se llega al Metropolitano?", pregunta la pareja, distraída entre tanta luz blanca, pauta de bienvenida en todo shopping. "Atravesá el patio", dice el guardia mientras precisa, como orientación fiable, coordenadas publicitarias. "¿Y el baño?", pide ella. Otra respuesta con mismas directrices: "Entre el cartel de X y el local de X".
No se trata del camino amarillo de Dorothy durante su viaje a Oz. En lugar de la magia y los amigos de fantasía, son las marcas frías de las vidrieras con maniquíes las que salen al encuentro. A pesar de la inclemencia, Spinetta aguarda, al final de su arco iris intacto, después del prestigio vano de tanta farandulería y marquesinas.
"Amigos, cambiamos de escenario pero no de esencia", anuncia entre aplausos, a la vez que dedica la noche de música a los presentes, a sus familiares, a Gustavo Cerati. "Nuestras plegarias para él", dice. La palabra "amigos" se escuchará varias veces. A lo largo de un tránsito de música y de afectos compartidos: calor de alma que el músico recibe y devuelve toda vez que pisa la ciudad de Rosario. El recital del sábado pasado en el salón Metropolitano, con capacidad colmada y de apreciación sonora perfecta, no fue la excepción.
Puede pensarse en la existencia de un diálogo preestablecido entre músico y asistentes, que queda pautado luego de tantos recitales vistos y oídos. En éste, el músico de jade recibió y respondió y rió con los comentarios del público. Así como jugó al paseo de memorias musicales a lo largo de un repertorio que encierra tanto pero que abre todavía más. Spinetta no es clásico por temas musicales que añejan, lo es por su musicalidad vital, plena, siempre alerta, de provocación y continuidad presente. La estela que guía desde su guitarra hacia otras épocas de música es, por un lado, gentileza suya hacia la emoción sonora que en el oyente despierta, pero sobre todo ratificación musical de un hacer que continúa, que destila belleza y pasajes que sirven de oasis (entre tanto camino amarillo, de rumbos trazados, de consumos obligados).
Un mañana, Pan, Téster de violencia, La la la, Pelusón of milk, desfilaron desde tantos temas, como hojas de un viento que mecía al público, apretadito, tanto por la armonía spinettiana como por la cercanía obligada entre sillas: ajustadas, unas contra otras, adheridas, con problemas evidentes para quien tuviese en suerte personas de tamaño a sus costados. Apropiadas también para la espía de diálogos ajenos.
Va uno: "¿Esto es jazz?" le preguntaba ella a él, mientras él consultaba por celular a su compañero de trabajo acerca del arreglo de las computadoras. (Sólo se apunta como nota distintiva. Distintiva y tonta. En un marco que nada tuvo que ver con ellos).
Spinetta luce sobre el escenario como una efigie de música que abriga, entre la fuerza sobre los parches de Sergio Verdinelli, la postura de alumno aplicado de Claudio Cardone en teclados (con espacio para lucirse, con la algarabía del propio Spinetta), y el pulso firme de Nerina Nicotra, cuyo bajo no dejó de destellar reflejos de fresnel sobre los rostros asistentes: hálito curioso el que provocaba, acorde con su femineidad de silencio rubio. Luego también, en el último tramo de la noche, la participación de la guitarra rocker de Baltasar Comotto. Spinetta, una vez y otra, los agasajó como la banda superlativa que son: pidió aplausos, los nombró muchas veces, los quiso tanto como el público lo quiere a él.
Mientras la música sucedía, las luces adornaban de pátinas verdes, violetas, quizá naranjas, a la pantalla y a los intérpretes. El público, en tanto, permaneció bañado en sombras, con algunos alardes de sapiencia incontenible que afloraban en forma de pedidos, de admiración, de alborozo, aunque siempre desde el rasgo mayor -y apreciable del placer de la escucha. Música para escuchar, para quedarse a vivir en ella para siempre. Con la compañía de la voz subeybaja emocional de tintes color almendra, jade e invisible, tan identificable como insustituible. Con palabras que viajan en direcciones de caleidoscopio, de horizontes lejanos y cercanos, como aquel que de entre las manos escapara a Ronald Colman en aquella película de Frank Capra.
El escenario tuvo también invitados ilustres cuando Spinetta sumó los acordes de "Las cosas tienen movimiento" (Fito Páez), "8 de octubre" (León Gieco), "La guitarra" (Atahualpa Yupanqui), "Filosofía barata y zapatos de goma" (Charly García, a quien Spinetta se refirió, vaya manera, como "el flaco"). De nuevo, entonces, el clima de la amistad, el lugar de encuentro donde todos son parte, el mundo de la música, sus alegrías, sus dolencias, y el renovado pedido por la salud, recuerda Spinetta, de uno de ellos, de Cerati.
El goce pasional -dijo Nietzsche despierta con la música. Mucho de ello hubo entonces, cuando la duración de los temas -y del recital adquirían una extrañeza tal que resultaba imposible pensar en que habían pasado más de dos horas. El aviso del músico, irónicamente, devolvía al manto de la realidad: "Terminamos rápido porque mañana se tienen que levantar a las siete, para ver el partido entre Irak y Santiago del Estero". Un oasis, se decía, entre tantas banderitas de plástico.
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