CONTRATAPA
› Por Beatriz Vignoli
El martes 22 de junio de 2010, a las 15:28, tomé una decisión: No perderme Argentina vs. Grecia. Podía verlo gratis en la gran pantalla plana de la cafetería de la estación de servicio y además nada había ganado con "aprovechar" los otros partidos de Argentina para adelantar trabajos atrasados, o descansar simplemente, sin llamados que interrumpieran. Así fue que caminé el breve trecho desde mi casa hasta la antigua estación de la Shell, extraje un jugo de pera de la heladera, me senté y no le saqué de encima la vista a la pantalla durante los últimos 70 de los que probablemente hayan sido los 75 minutos más aburridos de la historia del fútbol internacional. Más que fútbol parecía lucha libre, con Lionel Messi agredido sistemáticamente a patadas, rodillazos y zancadillas por varios mediocres grandotes de blanco: más de medio equipo rival transformado en máquina de impedir ante la indiferencia del árbitro, a quien Jóse (a cargo del mostrador) en vano le recordaba que "existe la tarjeta amarilla, loco". Como dijo al fin Jóse: "¿De Uzbekistán, é? Tonce tené que inmolate para que te cobre ful, loco". Yo sorbía mi jugo de pera, sin decir nada ni esperar ya que algún hincha ingenioso y compasivo allá en Polokwane alzara una pancarta que le dijera al mundo, escrito a mano: "Don't mess with Messi". Pero si no apartaba los ojos de la pantalla, era porque esperaba ver un nuevo primer plano del número 7 del seleccionado griego.
Aunque no le hicieran primeros planos, siempre estaba dentro del cuadro: un gigante de pantalones blancos hasta la rodilla que no dejaba de intentar darle caza a la pelota adonde fuera. Solo en el verde césped, le describía parábolas y semicírculos en torno, siempre acechándola, rodeándose de sus órbitas sucesivas como un planeta en busca de su satélite descentrado y prófugo. Lo habían abandonado en la avanzada, un delantero aislado y trotando sin cesar, impelido por el combustible de su angustia hasta que algo, algún avance comprometedor de Messi o de Verón o de quien fuere hacía que se lanzara a arrebatárselas con la velocidad y el zarpazo certero de un enorme felino.
El locutor argentino lo llamaba "Samarás" y no dejaba de insistir en que medía un metro noventa y dos. A medida que avanzaba el partido, el público casi exclusivamente masculino que se iba concentrando en la cafetería sumaba comentarios. "Estos no golean ni dejan meter goles, loco", se quejaba Jóse con fastidio. "Es buen jugador. Habría que comprarlo", dijo uno, sintiéndose dueño de club. Solo como un héroe de tragedia griega, peligroso como paracaidista inglés y bello como un dios del Olimpo, el delantero lo intentaba todo por su patria (frenar jugadas, tratar de meter goles) con arrojo y dignidad. Su sentido del honor y su talento sumaban estatura moral a una ya considerable talla física. "Intenso", admitió el locutor y recalcó lacónicamente su "entrega". Hasta José tuvo que dejar de reírse como un chico ante la longitud del apellido "Papadopoulos" para reconocer, a regañadientes, que este otro chabón valía. Pero el comentario general era que estaba solo, que no lograría el gol. Y no lo logró.
"Un buen partido", en el sentido judío del término -comenté después en el cafetín Olegario, donde había quedado con Cartu para revisar unos cuentos. Seba (el encargado) me lo festejó con una carcajada. Yo seguí: "Alto, lindo, habilidoso..."
-Se lo veía capaz de hacer con facilidad casi cualquier cosa -intervino Cartu.
-Me casaría con él -exageré.
-Si le pedís que te arregle el calefón, seguro que lo hace -entró a gastar Cartu.
-Lo haría con gracia y elegancia; después miraría a la cámara y se acomodaría el pelito -completé. Seba no oyó la última parte porque ya había bajado a la cocina a preparar los cafés que luego Cartu elogiaría sinceramente (pero no delante de él).
-Si lo mandás al kiosco a comprar cigarrillos, seguro que va -la siguió Cartu, imaginando las bondades del delantero del seleccionado rival ya con más saña que asombro. -Pero si llega a haber muchos espejos por el camino, te tarda muchísimo...
-Y si hay cámaras de seguridad, ni te cuento -redondeé la ironía. Pero me daba un poco de bronca seguir entre hombres y no poder dar rienda suelta a mi admiración.
Hoy me sentí tentada de volver a la cafetería para pedirle a Jóse que me habilite la 6 (mi máquina predilecta, justo abajo del televisor), enchufar como siempre mi pendrive al cable del puerto USB como quien clava la aguja del tubo de suero en una vena, abrir Google en Imágenes, poner Samaras en la ventana del buscador, elegir la foto más bonita y mandarles el enlace a mis colegas de la agencia cordobesa de traducciones para la que laburo, con el siguiente Asunto: Samaras//DIOS PAGANO y un texto dedicado a semejante belleza clásica que dijera, simplemente: "¡¡¡¡Qué fuerte que estáaaaaaa!!!!".
¿Compensaría eso el no haber tenido al lado, en el momento, a una amiga a quién preguntarle cómo se dice en griego "por vos me hago botinera, papi" y que entendiera que era un chiste? ¿Ni siquiera a un gay culto con quien bromear en torno a aquello de kalós kai agatós, lo bello y bueno? ¿O a un intelectual a quien decirle que el caos de ese primer tiempo no era precisamente el caos primordial de Cornelius Castoriadis, filósofo que vio plasmado su concepto en la reedición ateniense del 2001 argentino? ¿O no haber podido decir que Samaras me parecía apolíneo, sublime, sencillamente perfecto?
No sé. Me intimidó la falta de intimidad del lugar. Voy igual, investigo: su nombre de pila es Georgios, empezó en un club de Holanda, lo iba a comprar Arsenal pero al final lo compró por 6 millones el Manchester City, al que decepcionó bastante; juega en el Celtic de Glasgow (Escocia; camiseta verde y blanca), es (¡obvio!) metrosexual (como dos metros de atractivo sexual), jugó 32 partidos con la selección de Grecia, nació hace 25 febreros, podría ser de Acuario o de Piscis, comentarios femeninos en Internet lo califican de "hermoso efebo griego" y se lamentan de no volverlo a ver. Pero a medida que la primera semana del invierno se aleja del martes y se acerca al domingo, el tema se enfría en la agenda nacional. No olvidaremos el gol final de Palermo, pero sé que olvidaré a Georgios Samaras; olvidaré sus magníficas y homéricas piernas que trataron de tramar una épica imposible. Y la misma espuma del olvido me llevará y se llevará estas pobres palabras, que no están (nada lo está) a la altura de su encanto.
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