Dom 25.07.2010
rosario

CONTRATAPA

Veredas

› Por Irene Ocampo

Caminamos por la vereda de la calle en el comienzo del verano. Vos, mientras, aprovechás a fumar, y yo te escucho contarme cómo le hiciste prometer a tu mamá que deje el pucho. Irónico. Nuestro ritmo al caminar no se parece en nada al de la alocada ciudad en época de navidades. La luz del sol entrando por entre los techos de los edificios, las copas de los lapachos florecidos a varios metros de nuestras cabezas le da al ambiente un color único. ¿Hasta dónde podríamos seguir caminando? La charla se interrumpe para cruzar la calle. Luego la retomamos pero ya cambiamos de tema, ahora hablamos de la imposibilidad de conseguir libros de un autor que te gusta mucho. Tema apropiado para acompañarnos hasta que llegamos a la cuadra de la librería en la que viste un título que te hizo acordar a mí. Otra vez sonrisas. Es el momento para decir algo significativo. Pero no me sale nada. Y vos estás parada, fumando, y casi temblando. ¿Es miedo? ¿En qué momento el amor puede darte miedo? Yo sólo estoy nerviosa. Y en todo caso si temo algo, es a perderte. Pero no, ya no va a suceder. Tengo esta vereda, la que caminamos juntas. Tengo esta luz. Tenemos esos momentos en que le dimos a la ciudad nuestras voces y risas, mientras se podía sentir en el aire el deseo de festejar el comienzo de un nuevo año. Por eso te di una flor. Porque esa no era una caminata más. Porque aquella no era una ocasión en la que por casualidad nos pusimos a charlar, cuando nos encontramos en la vereda.

Me habías despertado con un mensaje. O ¿había sido yo la que te mandé un buen día? No tiene ya demasiada importancia. Luego el intercambio siguió a propósito de que tenías un día de esos en tu laburo. Me pedías que te mantuviera a salvo de la locura ajena enviándote poemas. En un momento me di cuenta de que iba a pasar cerca, porque debía salir a hacer algunos trámites. Así acordamos que vos saldrías a fumar y podríamos vernos, unos minutos, al menos. Te vería, por fin, con los nuevos ojos del amor, declarado hacía ya un par de días. Entonces no era sólo la luz, ni sólo el ritmo especial de la ciudad, lo que hizo de ese encuentro, uno de lo más especiales de fin de año. Fue en todo caso el amor que inauguraba en mi mirada una forma de verte y de ver el mundo. ¿Cuántas veces en mi vida crucé por esa esquina? No podría arriesgar una cifra. Sin embargo, no significó nunca nada especial, hasta ahora. Sólo pasaba por ahí casi a diario cuando cursaba la Facultad. Y hoy se transformó en nuestra esquina. O, al menos para mí, caminar por ahí sólo me hará recordar este encuentro.

¿Cuál es el secreto para que el efecto de un corto encuentro dure? Yo recuerdo mi estado de algarabía. De pudor inconsciente. Encontrarte en la vereda y darte una flor, no parecía ser fácilmente describible como un encuentro casual. Paradas frente a la vidriera de la pequeña librería, debemos haber parecido dos personas que se encuentran y charlan. Sí, éramos eso. Lo actuamos así. Y también éramos algo más. Y también actuamos ese no parecer algo más. Salidas del intercambio de mensajes que nos hacía sentir apenas dos en el mundo ancho y ajeno, ahora éramos estas dos. Miradas, escuchadas, saludadas por otras personas que caminaban o pasaban en el bondi, en la bici, en una moto. Entonces también nos expusimos. Otro motivo más que hacía de ese cuarto de hora, el momento en que nos expandimos. Fuimos dos en la ciudad, a la vista de quien quisiera vernos.

Caminamos por otras veredas. Charlamos otras veces mientras vos fumabas. Antes y después de ese encuentro aparentemente casual. Pero lo que no sucedió, y lo que sí sucedió entre nosotras parece resumirse en ese. Ahora escapo a la melancolía del momento precioso rescatado de la vorágine del olvido. De la lucidez que me invento al intentar rellenar todos los segundos de esos minutos que olvidé, porque la mente humana es así: elige qué recordar y olvida todo el tiempo. En todo caso, busco la particular tibieza de una mirada efusiva, rescatada de la vergonzosa ansiedad que te caracteriza. Cuando nuestros actos dejaron de significar sólo amistad, y sellaron el deseo de amarnos, nos habitaron torpemente palabras hermosas. De eso no podíamos hablar ahí, paradas en la vereda. La tensión, que nos conectaba y nos mantenía a unos pocos centímetros de distancia, crecía. Quería decírtelo ahí en la vereda. Quería que se expandiera junto con el aire y la vida ajetreada del fin de año. Y vos parecías querer y no, al mismo tiempo. Pero no eras el dilema a flor de piel. Intentabas desafiar a ser el dilema, vivirlo y llevarlo con vos encima hasta donde hubiera veredas para caminar. En el último medio minuto antes de despedirnos me solté. "¡Qué bien que te queda esa blusa!", te dije sonriendo. "¿Te gusta?", me preguntaste sorprendida. Tu mirada, al fin, cedió. Asentí en silencio. El abrazo de despedida no tardó en llegar.

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