Mar 27.07.2010
rosario

CONTRATAPA

LA LLAMADA

› Por Piru Gabetta

Con el apretón de manos del último paciente de ese día aumentó su preocupación. No sólo había dado por terminada la sesión apresuradamente, sin convicción alguna, sino que realmente no lo había escuchado.

El rostro de Mario aparecía cada vez con más fuerza en sus sueños y en cualquier parte, comprando tabaco, saboreando algún plato o un buen alcohol que a pocos días de la operación, estarían prohibidos para Mario. En un analista con su recorrido estas irrupciones eran claramente una interferencia. Hacía rato que Inés lo notaba raro y así se lo dijo ella durante una cena, con la franqueza de siempre. No tenían secretos y mucho menos profesionales, desde aquél congreso lacaniano cuando supo rápidamente que sería su mujer y pudo imaginarse lo que vino después, veinte años de mirarse ligados por un misterio parecido a la felicidad.

Sin embargo no había hablado con ella sobre Mario y un silencio denso como la humedad, iba ocupando lugar como otro integrante de la casa. ¿Pudor, inseguridad? No lo sabía, pero callaba.

El fantasma de la muerte que perseguía a Mario desde la adolescencia estaba siendo lentamente acorralado y una débil luz percutía de a poco su doloroso pasado. Luz que a veces retrocedía en el análisis frente a algunos escollos que surgieron cuando Mario se percató de algunos deslizamientos suyos. Mario se había dado cuenta de su dificultad en aumentarle el precio de las sesiones o de la inutilidad de una invitación a una conferencia suya que supuestamente lo concernía; también de aquella sesión osada, cuando aceptó el desafío de Mario de realizarla caminando por la calle y que no resultó, porque antes que él, Mario supo que aunque la jugada los atraía poderosamente, era prematura para esa etapa del tratamiento y tardía para volverse atrás al mismo tiempo.

Pero el afán de cura en Mario era tan admirable como las señales que enviaba para preservar su lugar de paciente y no ceder a sus deslices involuntarios. En medio del vértigo de las sesiones, Mario se movía como un torero experimentado que olfateaba el verdadero peligro y con gestos sutiles, esquivaba las situaciones engañosas habilitando siempre con ingenio, los espacios que él aprovechaba para rectificar el rumbo del análisis, en un acuerdo tácito y sorprendente.

Pero desde que Mario decidió operarse algo había cambiado. Cirugía menor, sin riesgos aparentes, se dijo. Pero ¿por qué Mario no hablaba desde entonces una palabra sobre un asunto ineludible? ¿Por qué él a su vez, sentía tanta necesidad de volver a escuchar los viejos fantasmas de Mario o a su anestesia definitiva, como se refirió no hacía mucho a la posibilidad de terminar en el quirófano con su angustia insobornable? ¿Por qué hoy, el día de la operación, no había escuchado a ningún paciente como tampoco escucharía a Inés durante la cena? ¿Cansancio? No se lo creía.

Hacía tiempo que había admitido una inclinación por Mario.

El le había devuelto esa pasión excitante y maravillosa por develar los pliegues del sufrimiento, por ir siempre un poco más allá en el intento de arrancar los nombres desconocidos que maltrataban ferozmente la existencia de Mario, colgada de una luz flaca y atea que por momentos lo estremecía. Tanto como la muda vigilia que mantenía después de los ataques de pánico y de los tormentos que atravesaba en soledad, sin alcohol, sin drogas, sin Dios.

Ese punto del estilo de Mario para sobrellevar la vida se revelaba poético y en cierta forma lo envidiaba. La postura de Mario frente al padecimiento encerraba un coraje que lo hacía pensar en su propia travesía por la angustia de su juventud, la que lo llevó a abrazar esta profesión y sobre todo a Dios, preguntádose ahora si no habría tomado el atajo en el camino hacia la Verdad.

Y en esa inútil comparación se sentía más pequeño, como si desconociese que el dolor no se compara, que siempre es muda soledad en la asamblea del dolor.

Y así se encontraba hoy, inútilmente preocupado en el día de la operación de un paciente que además él, como médico, sabía que no era de riesgo, aunque en la última sesión le había pedido que le hiciese llegar las novedades. Porque la decisión finalmente había sido de Mario, clara y limpia. Y nada indicaba que pudiera hacerse una jugarreta inconsciente en la anestesia. Esa era zona de nadie, es cierto. Pero Mario ya había saldado muchas cuentas con su padre, el cáncer materno, los compañeros muertos.

Su alma se deslizaba con pocas deudas por las vías de un destino incierto, con la sola dimensión de su amor como equipaje. Se escuchó diciéndose en voz alta que nadie se queda entonces en la anestesia de una cirugía menor. Sus pensamientos se mezclaron con las hojas del otoño mientras bajaba del taxi que se detuvo frente a su casa, seguro de que debería ver esto con algún colega, cuando desde la puerta de entrada vio acercarse lentamente la figura de Inés, extrañamente serena, ignorando la llovizna y el viento que la empujaban a sus brazos, para escucharla decir, como desde muy lejos, con ese tono imperturbable de los noticieros ingleses que cuentan por igual miserias y alegrías de este mundo, que terminaba de recibir una llamada de la hermana de Mario.

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