CONTRATAPA
› Por Adrián Abonizio
Me está costando regresar, volver a mi casa, más aún con las luces del estadio prendidas que distraen porque está en pleno el torneo para adultos y dan ganas de quedarse a ver. Pero venimos de jugar lo nuestro y las camisetas pesadas, de algodón procesado y grueso se encuentran mojadas y se ha levantado un viento sur como para que se nos congelen los alvéolos y uno termine escupiendo sangre como sabemos le pasó a Chichilo. Digo, pienso todo esto pero no me puedo concentrar: me hablan y sonrío o contesto por reflejo; nadie, ni el ojo mas avizor sabrá que hay dentro mío, detrás de las pupilas que evitan mirar triste y cerrarse como ante el desaliño de un mundo hostil o la reconcentración en algo que no tenga nada que ver con lo que está sucediendo en mi casa. Mi papá le ha pegado a mi mamá, lo sé. Ella lo disimuló más tarde, aduciendo que se llevó el borde del calefón por delante con la cabeza. Los vi a ambos en la mañana de hoy sábado: con la cabeza baja él, hilando algo y ella, semisonriente, ofreciendo un mate con el pómulo sospechado cuando la reyerta era lo que había invadido el terruño abruptamente. De haberlo visto no hubiese sospechado nada y no me hubiese amargado, pero fue tan resuelto, invisible y violento lo que sucedió que me quedé mudo y anduve todo el día con las piernas flojas, proyectada mi debilidad desde el centro de la panza para recorrer a través de las piernas su radiación de miedo.
Lo peor es que el mundo ahora me parece estúpido y estoy muy triste como para pelearme: me haría bien, pero arrastro un decaimiento, como si un mal rayo de hongo envenenado me hubiese rozado o una cobra me hubiese mordido en la nuca y me hiciera tener la boca reseca, la laringe cerrada y esa cizaña animal en el medio del estómago que se transmite como polea hacia abajo, desembocando en las piernas endebles y que ya se me están poniendo frías.
Hoy me pasó una cosa fea en la cancha: me fui entre dos y uno me tiró un codazo que no llegó a destino, mientras el otro me escupió al pasar.Es lo normal en campeonatos de barrio. Antes reacccionaba, ahora ni me importa. Sucede con los delanteros. Hice el gol. Ni lo grité, ni les dije nada. Pateé a la red porque era inevitable con el arquero caído.De esto estoy hablando: del terror de implorarle a un dios de beneficiencia, entendiendo que uno lo que está haciendo es rezarse a si mismo, con pena de estar tan apenado, desangrado, inmóvil en la angustia que Dios se vuelve sordo y uno no cree en palabras que sirvan para contar lo que nos corroe.
Fue en la mañana, cuando me fui tras aquello. Me detuve en la parroquia y entré: un olor a flores frescas resaltaba sobre fondo de órgano con luz radial de ventanitas dándole a la mañana una quietud de murciélago dormido, de tumba o velatorio en que se había tornado mi corazón. "Mi papá le pega a mi mamá, mi papá le pega a mi mamá", no dejaba de bombardearme la oración. Por eso mi frente helada en el banco y mi desgracia al sentir congoja por mi y no saber ni pedir con quien llorar.
La Virgen, incomovible estaba allí mirándome, mi amor querido, mi consuelo: ella, como mi madre había sufrido lo suyo; ella entendería, pero mi corazón, como una fruta de hierro se negaba a caer y abrirse como una granada madura para derramar en roja agua de la tristeza todo aquel dolor que vagaba por las tripas y me estragaba las arterias superiores. "Mi papá le pega a mi mamá, mi papá le pega a mi mamá...". Luego recorriendo la mano por la pila me puse agua bendita en los labios y salí disparado hacia la cancha, donde se sucedieron actos donde nada parecía dolerme: ni los patadas, ni las puteadas. Ni todo lo que me hizo llegar rengueando. No podía volver a casa, estaba atado bajo los efectos de un barbitúrico de mercurio.
Dios, diosito, me dije a la puerta de la cancha donde se veían los arrestos preliminares del partido de esa noche. De pronto mi padre está allí, algo panzón en su camiseta azul con la banda roja. Había olvidado que esa noche jugaban los veteranos. Un perro me olió y le dí un puntazo en el hocico. Gritó como un humano y del dolor se llevó por delante el tejido, donde quedó enganchado de las patas traseras. Me acerqué: estaba temblando y era frágil como una pluma esquelética en mis manos. Tenía sangre de su boca descosida. Lo abrazé, lo rodeé con la camiseta que me había sacado para darle calor: era mi horror aquel perrrito sucio al que le había hecho saltar un trozo de labio con mis botines acerados. Se quejaba y temblaba, todo a la vez. Lo sostuve como pude mientras veía a mi papá entrar al gol y gritar con su boca llena. Una mano pesada como un palo me sostuvo el hombro y luego descargó sobre mi una andanada de golpes con una vehemencia intolerable !Pendejo hijo de puta!, ¿Por qué no me pegás a mi? Alcanzé a ver la sombra de una camisa blanca y la cachetada de revés que me tiró contra el alambre. Lo reconocí: era el dueño del pichicho que cayó a sus pies y que él recogió antes de darme una patada en el riñón izquierdo como para culminar. Luego, el sur de aguacero previo y el helado manojo de estrellas cayendo sobre mi condenada cabecita y el callejón final por donde entraba a mi casa, en cueros, cortado, cristalizado de frío, hipando de lloro.
Desperté con la cara de mi padre sonriéndome, ostentando el mármol y el bronce de su trofeo. !Eh, somos campeones de nuevo! ¿Y a vos que te pasó? ¿Te agarró un tren? Mi madre lo apartó y me depositó bajo la lengua una pastilla verde y blanca. También sonreía apoyada en el hombro de mi papá, con su ojo morado y el plato de sopa en su mano izquierda.
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