Sáb 31.07.2010
rosario

CONTRATAPA

UNA MÁS UNO (Uno)

› Por Miriam Cairo

A Miryam Pirsch, la clocharde


Está claro que uno puede morir. Y está bien. Morir es lo más común y de tan común resulta lo más apropiado, lo menos costoso. Pero, a veces, entre Dios y el Diablo está uno, erguido durante unos minutos frente al espejo. Uno piensa en sí mismo de repente, y se apresura a usar, por un segundo, el derecho de creerse con vida.

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Una puede dejarse morir y seguir pisando el suelo con pasos de fantasma. Con la interioridad bien diluida y los pantalones azul marino, una deja muy adentro lo profundo para que nadie lo vea.

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También uno podría elegir no morir. Apenas si existe por momentos la diferencia entre el morir y el no morir. Sólo que el no morir puede arrojarnos nuevamente a la vida.

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Y una no tiene más que ese momento. Nada puede estar más aniquilado fuera de ese momento. Incluso aquel error. Incluso aquel gesto insignificante. Porque en ese momento una que hasta entonces había mirado con los ojos, había caminado con los pies y había espantado el alma con las manos, se orienta hacia lo diametralmente opuesto, como una corriente cálida atravesando todo el invierno.

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Entonces, en lugar de escapar corriendo, en lugar de emprender la huida en puntas de pie, uno se arranca las puntas de los pies, porque era lo único que lo mantenía muerto en el suelo de la vida.

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Y una puede pensar que la culpa es suya, por haberse acostado con el lobo, porque sabe que ese desastre no pudo haberse hecho con otro precio, pero la palabra morir no es exacta, porque la muerte, en este caso, ha existido tan levemente que es mucho menos que indiferenciable, y una se confunde con el lobo.

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Y uno decide quedar aferrado a su muerte porque no puede aferrarse a otra cosa. Porque a veces, la propia vida existe apenas, nadie la reconoce. Y es admirable cuánta energía se pone en no sobrepasar el apenas.

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Naturalmente, aquí no está la verdad, pero a veces una pone la cabeza en la boca del lobo como un hábito adquirido. Sabe que la cabeza del lobo no es un lugar seguro, sabe que será irremediable el desgarrón, la corredera de sangre, pero se mete de lleno precisamente porque una lo sabe, porque lo conoce. Y es más fácil sentir otra vez el desgarrón conocido, que frenarse. Hay cierta seguridad establecida.

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Uno camina por los bordes de un círculo. Y el borde nos pertenece sólo porque nos atenemos a su órbita. Uno camina como paseante, no se sumerge en lo profundo, uno está perdido. Uno queda al margen de su propia vida y nadie lo sabe pero a uno lo tratan como si todos lo supieran.

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De vez en cuando, una cree que sabe a quién tiene delante del espejo. Pero una no es esa. Y una recién lo sabe cuando se encuentra desnuda en otro espejo, rodeada por brazos que no se mezclaron en el solvente del mundo, o que, como una, están tratando de recuperar la luz humana.

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Porque si hay un objeto entre todos los objetos del mundo, que tiene un saber, es el espejo. Y uno hace bien en no mirarse. En mirar sin verse, porque el espejo, todo espejo, dice siempre la verdad. No es maravilloso. Es siniestro. Uno elije morir apropiadamente para sí mismo y para el resto, pero el espejo se empeña en mostrar el costado vivo. El pedazo no muerto. La pulsión de lo que queda de uno mismo.

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Tal vez una no se haya esforzado demasiado en la tarea de morir. Y ha dejado que la domine el cansancio, y por ello, una haya conseguido apenas una muerte mediocre, una muerte honrada, una muerte continua como si en el corredor siguiente hubiera otra muerte esperándola, y otra, y otra. Y una se asusta, pero bebe un sorbo de agua y sigue, honradamente quieta.

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Uno se pregunta hasta qué punto será difícil, qué fuerzas habrá que extraer de sí para que la muerte siga manteniendo la quietud, para que la vida no nos incendie, no nos ponga otra vez en tren de vivir. Y uno teme que nada sea posible. Uno teme que la ruidosa respiración de los sueños termine por salvarnos.

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