Mié 08.09.2010
rosario

CONTRATAPA

Vientos de rock

› Por Adrián Abonizio

Los Fraguatti habían regresado de los Estados Unidos y para el populacho era como si lo hubieran hecho de Marte. Sus hijos andaban por la vereda con sus juguetes nuevos: robots a luces, un xilofón con figuras de Disney, un balón de fútbol americano. El mayor, que no había ido con ellos y puesto al cuidado de sus abuelos, recibió como consuelo una pila de discos que empezó a propalar inmediatamente desde su ventana alta, en aquellas mañanas de setiembre. Eso era rock, la música imbatible que de tan machacante producía alteraciones cutáneas y espasmos: dejábamos a veces de patear la pelota para estremecernos. Nunca habíamos escuchado aquello. Era una cascada, un viento de máquina nueva. Me detuve, me aparté del grupo para oír mejor: era como si desde antes, desde un antes que no podía explicar, esa cosa me hubiera estado llamando para hacerme un lugar en su centro, en su radiación de montaña mágica desprendida y ahora oculta en algún baúl secreto que se abriera desde la ventanita del castillo millonario, para hacerme cambiar de vida. Se llaman los Bitles, me dijo Carlitos. Y empezaba a explicarme que eran como los tres Chiflados pero cuatro y que además filmaban películas y eran muy graciosos, genios de las tablas porque llenaban las canchas de fútbol en escenarios giratorios. !Picles, Picles!, gritaba el Furia, un chico con retardo. ¡Vivan los Picles! Cerca del mediodía, al entrar a mi casa, la descubrí más callada que nunca, con su cocina torcida entre el humo de las costeletas, mi viejo hipando con su vaso en mano. Toda una aparente calma de mediodía inofensivo y secular que me estaba desasosegando porque empezaba a sospechar la presencia de otro mundo, sea cual fuera pero muy distinto a éste, previsible como la luna, el patio con naranjas y el gato en el tapial. Miré y repasé esas tres cosas: arriba estaba ella, diurna y mordisqueada, y el Michino cazando fantasmas entre las ramas. Me tiré de espaldas en el mosaico fresco. Por la radio sonaba una habanera y después le siguió un vals con una propaganda de sopas. Zamba de mi esperanza, alargó mi viejo de la nada... esa sí que es una canción. Su estilo era provocador, sencillo y paciente: escarbaba de su interlocutor como quien horada la piedra hasta sacarle las verdades, los gustos tan a punto y macerados que uno se vencía finalmente admitiendo lo que él había presentido y dándole la razón. Con el tiempo uno aprende a invertir la prueba: que a los grandes se los puede embrollar, hacerlos cansar y confesar algo que ellos quieren oír. Andan ocupados en sus alturas, poco les importa. Me había pasado con el cura a quien confesé cualquier tontería, con la maestra para quien rehice la tarea copiando en su cara o negándole a Laurita lo de estar mirándole las tetas. Un mundo de provincia limitado por la astucia del ratón frente al dragón. Mi viejo enunciaba aquello porque ya sabía que me gustaba el rock. Como antes había sucedido con los dibujos animados, con las historietas, con los libros. Todo lo ajeno le era parcial y dudoso. Pero su presencia no era ya la de un ser sobrenatural en sus poderes: se volvió inofensivo y en el fondo, en el altillo de su alma cavernaria, descubrí ya de crecido que te cizañaba para que uno se afirme sin dudar en sus creencias. Por eso lo hacía. No era mala la enseñanza ninja. ¿Que? ¿Vas a decir que los Bitles son putos? Se sobresaltó. No era de palabrotas y aquello lo escandalizaba. ¿Eh, que le pasa amigo? No se enoje. ¿Quién dijo algo? Sólo porque tienen el pelo largo, usan ropa de mujer, tacones altos y cantan finito ¿por eso?, ataqué. Mi mamá se quitó el batón de cocinar y se puso un modesto trajecito porque iba al médico con mi hermana. Nos quedamos solos con mi viejo. Tenía ganas de hablar. Señaló algo en la altura, una tacuarita insignificante, dándole una importancia de visión celestial. Una pobrecita, dije yo. Se pasó la mano por el pelo rizado, encendió un cigarrillo llevándose la taza de café a los labios: estaba bello con su aire moruno, su perfil de saltimbanquí, sus dedo meñique con la piedra negra engarzada señalándome otro pajarito. Ya los conozco a todos y son bastante pelotudos, dije yo. Se sentó en la mesa cuarteada y me miró. Decime, todo esto de los melenudos ¿no te van a hacer que dejes de tocar la guitarra, no? Mirá que con tu madre de mandamos para que aprendas folclore, ¿eh?, y se sonrió para atenuar su reserva. Esta intimidad improvisada me incomodaba; ahora vendría el sondeo sobre mis gustos sexuales, sus historias de hembras y amueblados para enriquecerme en experiencias para calcar, como un libro, como el libro que nunca había leído. ¿Vos nunca leíste un libro, no? le disparé. ¿A qué viene la pregunta? Viene a que en los libros figuran ya los Bitles como los reyes del momento y van a llegar tarde o temprano. ¿Y con eso? Con eso quiere decir que voy a tocar la música esa en cuanto me la enseñen alguien. Lovmidu se llama la mejor canción y el sello es Parlofón. Suspiró, se paró, arrojó el pucho y nada dijo. Se iba a su montaña en la penumbra de las granadas a repasar las jaulitas y las tramperas. Cantaba, desafinado, bajito, provocativo Pescador y guitarrero de Guarany en un inglés chapucero y zonzo como el !Picles! !Picles! que aullaba el pibe Furia. Los empecé a ver muy parecidos.

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