CONTRATAPA
› Por Por Jorge Isaías
"Rosario Norte y su vejez de medias caídas"
Facundo Marull
Rosario empezaba un tiempo antes. Cuando mi madre solicitaba el permiso correspondiente a mi padre para visitar a mi abuela, la inefable "nona" Elisa, abruzzesa de cabellos oscuros y ojos celestes.
Como eso ocurría muy de tanto en tanto, por lo esperada incentivaba la ansiedad de un niño sólo limitado a los grandes espacios, las cacerías interminables de pájaros y el fútbol eterno y siempre renovado de las tardes.
Mientras la fecha se acercaba con una lentitud angustiosa estaba en vilo por la incertidumbre que me producía el solo pensar en una catástrofe o una arbitrariedad no poco frecuente de mi padre, quien podía cambiar de idea de pronto, y ello me impidiese visitar la ciudad en la que siempre soñaba y que de tanto amarla la veía lejana, como esas mujeres inalcanzables de la adultez, sin pensar que un día viviría en ella siquiera.
El mediodía en que debíamos partir el tren pasaba por la estación del pueblo a las 13,30 rumbo a Rosario, yo no probaba bocado, lo que produciría un reto si mi padre se percataba, mi madre me echaba miradas desesperadas, alentándome aunque sea a un mínimo simular que yo tenía apetito.
Mi padre llevaba la inmensa valija hasta la estación, mi madre un gran canasto de mimbre con varias docenas de huevos y un par de inmensos pollos ya muertos y pelados, listos para cocinar y alguna fruta de estación; y sobre todo, unos suculentos sándwiches de milanesa para paliar el hambre en el largo viaje que nos esperaba y que duraba cuatro horas y media hasta dejarnos en Rosario Norte, nuestro destino.
Ya llegando a Estación Ludueña empezaba a ponerme ansioso, después venía Barrio Vila y al sentir trepidar las ruedas del tren en el Túnel de Sunchales ya empezaba a ser feliz. Veía las casas apiñadas con sus azoteas, su ropa tendida, el sector o barrio que luego iba a llamarse Pichincha y que tenía un aura prostibularia que yo, obviamente, ignoraba por entonces.
Ya era plenamente feliz y cuando el tren frenaba lentamente en el ruidoso andén de Rosario Norte donde una voz misteriosa que yo no le encontraba rostro iba avisando de las llegadas y partidas de los trenes que salían de las dos o tres vías sucias de grasa, brillosas porque el sol que iba cayendo hacia el oeste dejaba su estela de fuego moribundo sobre ellas, saltaba exultante al andén.
Como mi abuela y mis tíos vivían en el barrio Las Delicias, tierra ignota y alejada por entonces, debíamos cambiar de tranvía a medio camino. ═bamos con el 22 hasta 27 de Febrero y Ovidio Lagos y luego tomábamos el 26 que nos dejaba en ésta y la calle que entonces se llamaba Caburé, luego pasó a llamarse Palermo hasta mutar en el actual Madre Cabrini. Allí nos bajábamos en la puerta de la escuela Esteban Echeverría y apenas una cuadra debíamos transitar para tocar el timbre en la puerta que tenía el número 2734.
Cuando mis tíos compraron ese terreno e iniciaron la construcción de la casa, que ellos mismos hicieron ya que eran albañiles, el lugar tenía grandes terrenos baldíos, con caballos que pastaban pacientes, con grandes arboledas que sombreaban los veranos y ennegrecían las noches; arboledas donde aserraban las cigarras, con calles de tierra que herían los zanjones de aguas servidas, como hoy, ya que todavía no tienen cloacas luego de 50 años de construido el barrio.
Los vagabundeos por las calles casi desérticas de los alrededores empezaban apenas yo saludaba a todos y partía ávido, a inspeccionar los alrededores. Eran tiempos en que los vendedores de hielo, de verdura, de pan y aún de carne recorrían esos barrios obreros con morosidad y minucia, casa por casa hasta terminar con la última, el ranchito de doña Segismunda, quien vivía con sus dos hijos, entre un follaje impenetrable de paraísos y enredaderas imposibles, como este recuerdo que me la trae con su cara llena de arrugas en su pinta criolla y silenciosa.
Los juegos de carnaval con los baldes de agua por esas calles de tierra que guardaban los costrones de las lluvias que fueron lodazales, las mariposas en los charcos amarillas, blancas, amarillas, los globitos llenos de agua que iban a dar en la espalda desprevenida de alguna muchachita que iba distraída a los mandados, eran moneda usual.
El almacén de don Conforti, la casa "Caracolito" que vendía un café eximio, la panadería de don Antonio Gardenal donde trabajé en mis primeros tiempos en Rosario, el bar de Negro, y sobre todo, el increíble Club "Onkel" donde me llevaban mis tíos y me compraban un helado mientras ellos se jugaban un mus o un truco.
Y yo andaría por esas calles los días que trataba de exprimir como un jugo. Con mis aparceros de aquel tiempo: los polaquitos José Filipzac y Héctor Balac, el Mundito Martínez, los hermanos Flores Chiche y Luli y las inefables muchachitas: Staya (hermana de José, nacida en Alemania, en la guerra como su hermano), la italianita Gina, Cristina Martina, Ana María, la hija del carnicero y allí sobre todo reinaba Roberto Morelli, distante, con varios años sobre nosotros, no se mezclaba en nuestros juegos, ya fumaba, ya andaba con mujeres, nos trataba con una condescendencia superior, pero todos estábamos bajo su mirada protectora. Se paraba con la espalda apoyada en el tapial de su casita de la esquina donde vivía con su hermana y sus padres y de vez en cuando llamaba a uno e inquiría: si fumaba ya, si a uno le interesaba conocer una mujer (una mina, decía) en el sentido bíblico, se entiende, porque él siempre estaba dispuesto a dar una mano, aclarando que todo "quedaba entre hombres", lo que equivalía a decir que de su boca no iba a salir ninguna "ortivada". Porque claro, "él" sabía, "él" había sido chico alguna vez. Cabe aclarar que no pasaba de trece años, pero había adoptado esa actitud de maestro, casi de guía espiritual con todos nosotros.
Todas las tardes pasaba un vendedor de loterías sin manos, casi sin brazos, que llevaba misteriosamente y para nuestro asombro un cigarrillo en un hueco del codo ausente. Su otra mano la tenía cortada más arriba, pero con ésta apretaba los billetes. Era calvo, no habrá sido muy grande, y siempre iba de gorra. Camisa mangas cortas en verano y en invierno. Era un personaje muy popular en el barrio y se contaba que de chico había caído bajo las vías de un tranvía. Su padre, un carrero de las quintas había corrido con un gran cuchillo al conductor, al menos eso era lo que se contaba por entonces.
Luego venía la trashumancia por los numerosos baldíos de la zona para desafiar a otros chicos con un equipo que habíamos formado. Jugábamos hasta que la luz del día nos permitía perseguir una pelota de fútbol. Recuerdo que había algunas canchas donde los domingos los más grandes jugaban torneos. Algunos de los clubes tal vez existan todavía: "Peñarol", "Estrella Federal", "Sol y Sombra, amén del "Onkel" del cual todos éramos hinchas, por supuesto.
Ignoraba en ese tiempo que un día llegaría a esta ciudad para quedarme para siempre, y de algún modo aquel remoto barrio con su modestia rural logró seducirme con su desparpajo de potrero y mariposa, con la sonrisa de aquellas chiquilinas que me miraban con modesta picardía y hoy se asoman tímidas y me piden permiso para instalarse orondamente en lo más tierno que tiene mi memoria.
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