CONTRATAPA
› Por Miguel Angel Gavilán
Hoy, que esos días están tan lejos, que hemos avanzado tanto hasta perdernos de vista, hasta el desencuentro tan buscado, vuelvo a desenredar la historia de López y su inquebrantable sueño de aprender a volar. Si hasta parece mentira que ya desde chico se subía a esa bicicleta oxidada con el firme propósito de llegar al cielo, a puro pedaleo nomás, a fuerza de sangre, con la ambición única de remontar el espacio azul que lo atraía tanto.
Ese chico López no puede, no debe ser normal. Cada dos por tres anda subido a los techos mirando para arriba, haciendo el planeador y gritando que lo miren. ?decía la maestra.
Es para llamar la atención. Es chico consolaban otros profesores.
Y todo era un simulacro pintoresco sobre la cornisa de la casa o en el galpón que tenía el padre en el fondo de la ferretería.
Che López, ¿jugás a la pelota con nosotros?
Dale. Y salía en la bicicleta, sin agarrarse al manubrio, los brazos extendidos como si fuera un avión, o algo que tenía impulso de vuelo, gesto de vengador del aire.
Estudiaba las aves con minuciosidad, como si en ellas estuviera toda la sabiduría del mundo. Cuando llegó la época de ir a bailar, las chicas le huían.
Si no sabe hablar de otra cosa que de pájaros o aviones. Es lo más aburrido que hay, insoportable. decía Daniela Venturini, una colorada pecosa que salía con cualquiera.
Pero a López no le hacía nada no tener una chica con quien verse los fines de semana. Si lo buscaban, lo podían encontrar en la biblioteca, hojeando revistas viejas de aeromodelismo, o en el aeroclub del pueblo vecino, los domingos, donde iban muchos aficionados.
López empezó a hablar solo cuando se le murieron los padres y la hermana se casó y se fue a vivir a Rosario. El terminó la secundaria y contra todo pronóstico, se conformó con atender la ferretería que le quedó de los padres y no estudió nada, ni ingeniería que decía gustarle, ni aviación como era de suponer, nada; quedó para vender clavos y tornillos en un pueblo perdido entre la capital y Rosario.
Fue pasando el tiempo, todos sus compañeros de la escuela y del barrio hicimos, o tratamos de hacer algo con nuestras vidas. Estudiamos una carrera que era como un boleto para salir del pueblo. Algunos se casaron y se fueron, sin mirar atrás, por irse para siempre. Otros volvemos de vez en cuando para recuperar olores, reflejos de la niñez, aires y tibiezas a fin de tomar fuerzas para volver a irnos.
A mí me daba pudor pasar por la puerta de la ferretería y verlo hablando con cada cliente de su invento nuevo. Porque se le daba por inventar máquinas hermosas y fatales a las que infaltablemente les atribuía la lógica del vuelo.
Una vez salió a la plaza con una suerte de tacho cuadrado con pedales, al que le había adicionado dos estructuras en forma de alas que aleteaban con el pedaleo. Era ridículo porque estaba loco y sabía que no iba a volar. Pero marchaba en línea recta acelerando cuando se acercaba a la ruta, sin despegar ni un centímetro del piso. Todos los vecinos, los pocos que quedaban y lo vieron, se reían desde las puertas de las casas, las bocas hundidas, sin dientes, casi compartiendo el intento de volar de López. Y él, jardinero de mecánico, los pocos pelos grises en el aire, la cara roja de pedalear descompasadamente, las ruedas tropezando en las cunetas, gritaba que lo miraran, que ya salía, que ya volaba lejos.
Pero todavía nadie habló de locura hasta esa tarde en que se cosió a la espalda, dos alas de plumas de gallina, pegadas sobre un cartón y quiso tirarse del borde del tejado, a los gritos, gritando: "miren, miren, ahora sí, ahora vuelo". Una vecina que alcanzó a oírlo llamó a la policía y lo tuvieron que bajar entre cuatro porque el loco se resistía desde su escudo de plumas, cola vinílica y sudor.
Después de eso, le hablaron a la hermana para que viniera a buscarlo y se lo llevara un tiempo. Explicaron entre muchos aspavientos que ese hombre no podía estar sólo, pensando en volar, sin nadie que lo desahuciara de esos excesos.
López no regresó hasta varios meses después, cuando el verano reverdecía las calles chatas del pueblo. Lo trajo el cuñado en un auto plateado, que parecía un avión, comentaron las vecinas. Llegó saludando desde la ventanilla a todos los conocidos, pura risa como si el tiempo transcurrido desde su último intento de vuelo hasta ese momento le hubiera despertado solamente humor. Estaba mejor vestido, limpio ya que a fuerza de usar ese mameluco gastado, parecía un pordiosero cuando se fue.
Pero ni bien bajó del coche se metió en el galpón y no habló más.
Es la emoción -decían las vecinas.
Vinieron a verlo amigos del aeroclub, pero él nunca los atendió. Estaba parco, no se distraía con nadie ni con nada. Se pasaba el día mirando y revisando apuntes de aerodinámica, tomando notas en cuadernos de espiral todos comidos por la humedad, con una letra llena de sinuosidades y arrebatos, donde únicamente López podía leer algo.
No lo dejaban solo mucho tiempo. La hermana había contratado una señora que mantenía la casa en condiciones y puso un encargado al frente de la ferretería.
No volví a saber de López hasta un día en que fui al pueblo por unos trámites y me encontré con la hermana. La vi distante, quizás triste, o acobardada por la definitiva locura de López.
Ella misma sentía lástima de su hermano. Dijo que los médicos en la ciudad se habían ensañado con él, en su afán por hacerle olvidar que el vuelo era solo condición de los pájaros, que eso era una imprudencia, un sueño o las dos cosas que se mezclaban a cada rato.
Entre congojas disimuladas desde hacía mucho, la mujer me confesó haberlo oído llorar en el cuarto de su casa, hecho un ovillo entre las mantas, el vuelo que no podría inaugurar, mientras hacía con la boca ruido de motores o de viento en los ojos.
De esa entrevista lo más doloroso y por eso desconcertante, fue lo que a mí también me dejó sin respuesta, como si me hubieran revelado un secreto que yo tampoco debía saber. No hay nada más ruin que perder una inocencia. Entre lágrimas me lo dijo, por eso le creí, por eso cuando veo a López desde lejos me imagino ese momento fatal en el que su hermana lo convenció de que estos bultos, estas suavidades que los humanos tenemos en la espalda, no son, nunca serán alas, sino sólo una marca que nos diferencia de los pájaros.
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