CONTRATAPA
› Por Guillermo Paniaga
No quiero pensar más. Hace calor. Humedad. Nada extraño, primeros días de marzo. Antes de ayer llovió todo el día, hizo frío. Hoy está insoportable. Tres de la tarde, colectivo urbano. Olor a sudor, a perfume de mujer; combinación inaceptable. En mis manos Absalón, Absalón; quiero comenzar a leerlo, pero las letras son muy pequeñas; edición de bolsillo, regalo de una amiga. En qué pienso; no en el libro que no se deja leer; y es inútil que culpe al tamaño de la fuente, al traqueteo del colectivo, a los amortiguadores deficientes, al calor, la humedad, los aromas, los hedores. Es inútil; en qué pienso. Terminé temprano mi trabajo. Vuelvo a casa, quiero leer el libro. Quiero corregir aquello que terminé y no terminé de escribir; quiero pensar en la nueva idea, la nueva historia; ¿cuento o novela? Novela. Es una novela. Ya no pienso en historias solitarias; mis palabras son novelas. Calor. Humedad. Colectivo urbano. Pero esta realidad es sólo una parte del todo. Hay otra realidad. La que pienso. En qué pienso. En el libro no. Tal vez en la amiga que me lo regaló. El sábado cenamos, bebimos, nos emborrachamos. Pero tampoco en ella. Pienso que debería pensar en ella; llamarla más tarde. Pero no, para qué. Tal vez mañana. Pasado. La semana que viene. En qué pienso. Pienso en ella. Otra. Sí, es en ella que voy pensando. No me permite leer. Ni pensar en lo que debería pensar. Faulkner, mi novela, mi amiga. No, pienso en ella. Avenida Alberdi. Hace poco inauguraron un shopping. Bulevard Rondeau, bajan las mujeres que van a ese shopping, se aleja el perfume; queda apenas un resabio; el olor de sudor ahora es más fuerte. Absalón, Absalón. Dos adolescentes venden estampitas. Una moneda, lo que quiera, maestro. Laburamo' en combinación. No me gustaría encontrarme con ninguno de ellos en una calle solitaria. Pienso esto y me doy pena. Quién soy para juzgarlos. Bajan. Sube otro adolescente, parece un clon de los que recién bajaron. Le pide al chofer que lo lleve gratis. Tres de la tarde. El libro. Está borracho. Se sienta junto a una chica en los asientos delante del mío. Huelo desde aquí el tufo de vino barato. Le dice algo a la chica, ella se levanta y se va. El pibe cabecea, ¿qué edad tiene? ¿Quince, dieciséis? Sube una mujer. Petisa, cuerpo cuadrado. Qué fea es. En el colegio debe de haber sido de las solitarias, de las que estaban a un lado en los recreos, en el salón, se le nota en la cara. Se sienta al lado del pibe. El le da charla, no oigo lo que le dice. Absalón, Absalón, hace calor, apesta a sudor y vino barato. Estoy enfermo, dice él. Tomo desde que era chico, dice él. Bah, ahora soy chico, dice él. Tomo desde que era más chico, dice él. Desde los catorce, dice él. Levanto la vista de la página impenetrable y miro su perfil. Cabello negro y enmarañado, piel mulata, nariz ancha, baba en la comisura de los labios; se balancea levemente; es el mareo. Estoy enfermo, dice él, y la mujer le sigue la charla. Por compasión, por lo que sea. Lo oye. Y hace más por él de lo que muchos de nosotros pueda haber hecho por nadie. Sólo escucha lo que tiene para decir. El le dice que está enfermo, que estuvo tomando cerveza y vino en la casa de un amigo, desde la noche anterior. Me quedé dormido, dice él. Estoy enfermo, dice él. ¿Y no vas a ningún lado para dejarlo?, pregunta ella. Sí, dice él. Lo estoy dejando, dice él. Se tambalea, se junta más baba en la comisura de los labios. He dejado el libro y los estoy escuchando, los observo sabiendo que apenas llegue a casa escribiré sobre ellos, sobre el tufo a vino barato, el calor, la humedad, mi amiga, y ella, la otra. Escribiré sobre todo esto pero no sé cómo. Soy un ladrón de realidades ajenas. Esto no es un cuento ni una novela. Es una crónica. Y yo un ladrón. Me emborracho con sus palabras. Mi mamá es enfermera, dice él. Hoy le pegué un puñetazo a mi hermano porque tenía olor a faso, dice él. No quiero que fume, es chico, dice él. Yo también fumo, dice él. Por qué le parece que fumar es peor que la bebida. Lo cree realmente, aunque su madre le haya dicho que el alcohol mata las neuronas, y que las neuronas muertas ya no pueden recuperarse. La mujer lo escucha; y hace más por él que cualquiera de nosotros por nadie. El dice que el chofer lo conoce desde hace años, desde cuando vendía estampitas en los colectivos. Los otros ya se bajaron hace rato, y yo otra vez siento vergüenza de mí por haber pensado que no me hubiese gustado encontrarlos en una calle solitaria. Estoy enfermo, dice él. Yo sé que estoy enfermo, dice él. ¿Este qué colectivo es?, pregunta él. La mujer le responde. Tengo que tomar otro colectivo y no tengo plata, dice él. Ella le regala una tarjeta a la que le queda un viaje. El la mira, le sonríe y le da un beso. La mujer se incomoda. Ya me bajo, le dice, y se va. No, pero no, reclama él. Y la mira marcharse. En el camino se encuentra con mis ojos que lo disecan. Este qué colectivo es me pregunta. Demoro en reaccionar; lo estoy pensando, a él, no lo estoy viendo. Este qué colectivo es, muchacho, me pregunta. Le respondo; le hablo como si le estuviese hablando a un fantasma, al aire, a una idea. Se levanta, me pide una moneda; no tengo cambio para darle. Le pide a otro pasajero, éste tampoco le da. Avanza hacia el chofer. Me bajo acá, dice. Y se baja. El colectivo arranca, el pibe queda confundido, solo, en la calle, tres y pico de la tarde, Bulevard Rondeau, calor de marzo, mes de mierda. Lo veo balancearse antes de decidirse por un rumbo, ante de caminar. Busca algo, lo veo cada vez más pequeño. Diecinueve años, dijo que tenía a la mujer que se sentó a su lado. La mujer que lo escuchó dos minutos e hizo más por él que cualquiera de nosotros por nadie. Diecinueve años, pienso. Absalón, Absalón, pienso. Debería llamarla, más tarde, mañana, pero no la voy a llamar. Pienso en ella, otra. Y pienso que al llegar a casa me sentaré a escribir sobre el pibe, sobre el día, el calor, la humedad. Estoy enfermo, le dijo a alguien que lo escuchó.
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