CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
Antes de que todo sucediera la vida era más fácil, tenía la simpleza un poco ingenua de los hombres de antes, a quienes mirábamos con una envidia inexplicable, ya que visto a la distancia era un mundo de sacrificios, de carencias, de trabajos rudos.
Muy de vez en cuando -estaba mal visto reunirse a divertirse había una fiesta, un casamiento, un bautismo, el fin de una larga cosecha o el festejar el patrono del pueblo: "San Isidro Labrador", como Madrid y como Chacabuco, la patria de Haroldo Conti.
Allí sí se producían esas tenidas de guitarras, acordeón y canto que se terminaban casi indefectiblemente en nostalgia o en melancolía ultramarina que arreciaba en llanto y congoja.
Acabo de hablar por teléfono con mi hermano, quien me dice que frente a la vieja bomba de mano, la que está al lado del aguaribay, destruido por tres tormentas sucesivas, ha plantado un liquidámbar de hojas rojizas. Tendré que ir pronto a conocerlo, ahora, antes que la primavera confunda todo de verde y uno no sabe qué color tienen las hojas porque todo el mundo sabe que el color verdadero lo da el otoño y en algunos casos, como éste, el nuevo invierno que saca de a una esas hojas de color rojo metálico. Debo apurarme porque tal vez logre ver algunos antes que se confundan con la primera gramilla que empieza debajo de esa morena centenaria y de las plantas de granada.
Y de pronto, del otro lado del mundo, aunque es Buenos Aires, oigo la voz lejana e irreconocible de Justo Pessino, a quien no veo desde 1958. Y él, muy formal, me dice como si anoche mismo nos hubiéramos despedido en la sede del Huracán Foot ball Club:
¿Qué hacés Massei? -me grita entre la intermitencia cuasi sorda de un celular y mientras recupero su breve figura, su gorrita pequeña, sus cuentos de aparecidos en la mítica calle del Cholo Belluschi, es decir, por nombre "legal" la Nicolás Avellaneda. Minutos antes, Chajá Correa, su primo me dice:
Un muchacho te quiere saludar, a ver si adivinás quién es?.
Y él, Justito Pessino me dice: ¿Así que no sabés quién le puso Chajá a Miguel?
No, no sé.
Fuimos nosotros dice- los más grandes porque no lo queríamos llevar a pescar a la cañada de los Compañy y él se quejó.
Ah, ¿no me quieren llevar? Entonces me quejo a mamá "che ajá". Y ahí -me dice Justito con una carcajada-, le quedó Chajá.
Cortamos con promesas de futuros encuentros, de futuras llamadas, en fin, de futuro.
Y yo pienso ¿qué tiene mi pueblo que hace mantener los inestables hilos de la infancia en pie?
El, Justito, vivía con su padre en el viejo sindicato de obreros rurales, frente a la cancha del Club. En la parte trasera de ese caserón que era y es de los Correa. Al frente había un salón, que se usaba para las reuniones; en una pared dos retratos de Sacco y Vanzetti. Grandes mesas, grandes bancos chacareros de madera lustrada, más atrás algo que había sido cocina y que usaba don Hilario Villarreal para cortar el pelo por sólo un peso, a los afiliados y a sus hijos. Luego otra habitación pequeña con un escritorio, un par de sillas y una breve biblioteca con las puertas de vidrio donde yo admiraba los volúmenes que con los años leería con mucha fruición. Creo recordar que tenía una maderita pintada de blanco en la parte superior y escritos en grandes letras góticas rojas "Biblioteca Emilio Zola", obra casi segura de don Ataliva Galván, artista consumado y obrero retirado. Gracias a la lotería que ganó una vez y le sirvió para visitar los prostíbulos, encendiendo puros con billetes de 50 pesos. Los populares "canarios" de entonces. Es, al menos lo que uno de pibe escuchaba en ese tiempo remoto.
Más allá seguían las dependencias, luego de sortear un aljibe que nos daba su agua dulce y fresquísima. Habitaciones donde vivían Justito y el papá -un hombre bajo y silencioso con una breve gorra puesta sobre los ojos pequeños y huidizos . No recuerdo su nombre de pila. Más atrás seguía un terreno de profusa gramilla donde el oriental anarquista Ramón Fernández ponía sus flacos caballos a descansar bajo la sombra de aquellos añosos paraísos.
Nosotros atravesábamos gozosamente todo ese espacio que era también un poco nuestro, en aquellas incursiones por la cancha de paleta, o en los picados de fútbol que organizábamos día a día con el auspicio de todos los climas.
Del otro lado de la línea, él, mi amigo, es decir Justo Pessino a quien todos llamábamos Justito me vuelve a preguntar:
Pero, Massei, en tus relatos te quejás de la ignorancia sobre el apodo de Miguel, mi primo el Chajá y yo me digo: ¿Por qué no me habrá preguntado a mí?
Porque te perdí de vista. En la primaria, hace justamente 52 años y te reencuentro de pura casualidad, ahora, por el interés que puse incentivado por mi prima Gladys.
¡Ah, mirá vos! Pero vos que vas seguido por el pueblo, te puedo preguntar algo, Massei. ¿Es cierto que está todo pavimentado?.
Y si te digo, que aunque los chicos bolean cachilos, el pueblo entró de golpe en el siglo veintiuno. Se pasó la época en que nadie estaba enterado que pertenecíamos al mundo real y concreto, que no éramos un invento de las estadísticas o de la mente ilusoria de Serafín Prámparo quien decía ver platos voladores en su campito de alfalfa.
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