CONTRATAPA
› Por Javier E. Núñez
Todo en él y fuera de él le dice que no, pero cómo eludir ese mandato anónimo y casi místico. Sabe (tanta teoría lo dice; una precaria experiencia lo confirma) que antes de empezar un cuento debe tener previsto adonde va; cada pieza debe engranarse en el relato para apuntar a un único final posible. Pero la esfericidad pregonada por Cortázar, el decálogo de Quiroga y la unidad de efecto de Poe se pierden apabullados por esa necesidad de escribir, de liberar sus monstruos internos, de abrir la puerta al lado incierto. Hace tres días que el salvaje está atrapado en su cabeza; aunque aún no sepa dónde habrá de llevarlo ese cuento, tiene que abrirle la puerta y dejarlo ser.
Le llegó, como tantas otras imágenes o ideas, en medio de su rutina. Cree recordar que iba en colectivo, probablemente volvía del trabajo, cuando lo vio: la cabeza rapada, los hombros anchos de guerrero, la mirada fiera. Empuñaba el hacha de piedra con un gesto confuso; acaso decidido, acaso con temor. Lo vio adentrarse en el laberinto.
Durante esos últimos tres días trató de completar la historia en su cabeza. Quién es el salvaje, de dónde viene, adónde lleva el laberinto, qué busca, para qué. Pero no podía dar un paso más, estancado junto al guerrero en ese momento eterno, cíclico, de ingreso al laberinto. Lo veía entrar una y otra vez, hasta que lo vencía el desasosiego y se sumergía en la lectura o en el sueño para escapar. Al fin comprendió que no tenía otra alternativa que seguirle los pasos, adentrarse en el laberinto con él.
Por eso ahora está frente a la computadora. La casa está en silencio y apenas se oye el murmullo del viento más allá de la ventana. Por un instante cierra los ojos: el salvaje está ahí, como expectante. Con los ojos cerrados empieza a teclear la primera línea.
Afuera, la noche en ciernes se empieza a presentir. Un grillo canta, como una advertencia.
Abre los ojos y mira la pantalla sin dejar de escribir. Hace descender al salvaje sin nombre por unas ruinas antiquísimas, hasta la entrada del laberinto. Se cuida de no decir mucho pero de sugerir. En pocas líneas cree que logró plasmar la tensión, la necesidad de atravesar ese laberinto aun sin haber puesto una sola palabra que indique cuál es el objetivo. Tiene la secreta convicción de que el texto habrá de decírselo antes del final, que el mismo cuento le revelará la frase indicada que le dé cierre. Hace avanzar al salvaje por un intrincado laberinto de paredes de piedra. Camina lento, alerta; la mano izquierda acariciando los bloques de piedra y el musgo de las junturas; la mano derecha empuñando el hacha. Una penumbra húmeda y opresiva lo aguarda al final del pasillo, pero el salvaje avanza con la convicción que el narrador impone a sus pasos. Al llegar, el corredor se bifurca; el salvaje no duda y toma a la derecha. Avanza durante un tiempo incierto. A veces los pasillos desembocan en dos o más salidas; el salvaje siempre escoge una con la decisión de quien conoce el camino. A medida que se adentra en el laberinto, la penumbra va creciendo: apenas puede ver sus manos estiradas frente a él, tanteando el camino. Esto no lo detiene ni lo desmoraliza. Aferra el hacha con fuerza y aprieta el paso.
Cuando ya empezaba a dudar, cuando creía que a fin de cuentas el texto no le reservaba ninguna respuesta, que el salvaje iba a quedar atrapado ahí para siempre, extraviado en las tinieblas de esa laberíntica incertidumbre, ve la puerta. Como antes al salvaje, con la misma precisión y clarividencia. Se deja llevar por el frenesí de la narración y sigue; guía al salvaje hasta el final del pasillo y lo hace detenerse frente a la puerta para cavilar sobre lo que encontrará tras ella. Acaso una respuesta, acaso una perplejidad; seguro un final. Escribe:
El salvaje estira su mano izquierda; la otra acecha, dispuesta al ataque.
Entonces, una aprensión o una súbita agudeza detiene sus dedos sobre el teclado. Acaba de comprender que el laberinto es uno de esos incomprensibles caminos donde literatura y realidad convergen; donde los senderos de ambas existencias se cruzan de forma ineludible. Y repentinamente sabe, con inefable certeza, que si continúa la frase y el salvaje atraviesa la puerta, aparecerá a su espalda.
Titubea un instante. Los dedos, detenidos sobre el teclado, no se atreven a culminar el relato. Sabe que no debe seguir, no debe abrir la puerta, pero cómo eludir de nuevo ese mandato anónimo y casi místico. Cómo eludirlo ahora, tan cerca.
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