CONTRATAPA
› Por Homs
Intenta el hombre entrar a su casa.
El hartazgo lo doblega, un cansancio lo acuchilla. Carne atravesada por el filo de su sombra.
Atormentado esqueleto que soporta.
Más el marco de la puerta le niega el paso a ese cuerpo. Madera aún viva que opone resistencia.
Actores en abierta confrontación.
El marco siente repugnancia.
El hombre se escabulle en su conciencia ubicándose en el lugar menos indicado.
No hay manifiestos espantos, sin embargo un aire enrarecido hace llorar.
La madera llora por presentir. El hombre por portar tanto tedio en sangre.
Ante la desmesurada angustia estalla la atmósfera.
Su explosión será terriblemente cromática induciendo al espectador a la sensación vívida de ser parte de un aura carnal.
Que prepondere el rojo entre estos objetos lastimados por sus respectivas memorias.
El azul, si alguna vez estuvo, habrá desaparecido.
El hombre ante el rechazo del marco se torna niño.
Del otro lado de la puerta está la mesa del comedor, sobre su centro impera una frutera de cristal. El pasado regresa en la adhesión al piso de las suelas de sus zapatos colegiales. Un piso en damero blanco y negro que filtrado por la transparencia del recipiente se torna orla caleidoscópica. Psicodelia en blanco y negro, esfuerzo mental.
Sugerencia para todo aquel que se atreva a montar la obra: conviene en este punto ceñirse lo más a rajatabla posible a cierto esbozo de Magritte, por el que pueden preguntarme.
La intemperie troca a templo de loza.
El acontecer se despliega dentro de un bazar y el hombre, a metros de atravesar el marco, es el tan mentado elefante atrapado. Sus colmillos, todos tallados, narran una concatenación de sucesos nefastos. Bestia a merced de furtivos cazadores que acechan desde el atrás de todo lo que se pueda romper. Entregado a su pésima suerte, quieto como el mar de leche de la isla de Chiloé, su reflejo animal entre los despojos de vidrio conmueve hasta un grado al que la palabra no puede ni rondar. Paquidermo de espanto. Una frutera de cristal, sobreviviente a la balacera demente que acaba de desarrollarse entre las estanterías, absorbe el pánico de la bestia y lo vuelve acción teatral. El destello le da razonamiento al pavor.
El hombre ahora es un plumero.
No importa en virtud de qué mano llega ese plumero al marco de la puerta. Lo trascendente es que el encuentro se da tan fortuito como el refrán que no se enunciará en este momento por las características propias del texto que estamos llevando a cabo.
Ala desvirtuada y madera empotrada en el cemento. Todo es selva devastada.
Ríos de jade que subyacen al eterno volver hacia la edad de oro.
El ámbito de la representación tendrá el fulgor de la selva al atardecer.
Habla el hombre: "No soy más que un manojo de plumas asidas con un alambre al mango. La magnitud muerta del vuelo".
Habla el marco: "Vida tuve yo cuando por mis yemas bailaban las ninfas de las primaveras. Ahora soy la presa de dos bisagras y mis vetas, esclavas del barniz".
Cierta nada que no llegará nunca a devorar al todo se instala.
Cierta niebla, cierta asfixia que en su no completitud se vuelve plena.
Drama que no comienza nunca. Comedia que jamás termina.
El hombre entra a su casa, la puerta se cierra.
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