CONTRATAPA
› Por Sonia Catela
Esta biblioteca discurre en una rutina casi eterna. Si pasa algo, no es en esta biblioteca. Hasta que se produce el hallazgo de la pared falsa.
Durante las celebraciones del centenario, -tres meses atrás- se elogió la conservación del mobiliario original, las ediciones encuadernadas tal como salieron de imprentas vetustas, las colecciones de diarios que han parado sus rotativas décadas atrás; sólo dirigieron la palabra descendientes de los fundadores, quienes regentean el patrimonio libresco. (Yo me encargo del tráfico de préstamos y devoluciones a los asociados). Pero, esa noche se rompió el retrete de caballeros. Alguna cañería comenzó a gotear en el interior de la pared derecha. Tal desperfecto acarreó consecuencias imprevisibles. La mancha de humedad extendió hongos negros y aureolas verdes. Saltaron azulejos preciosos; dos se partieron. En la reunión semanal, la comisión presidida por Eduardo De Vedia, me delegó la tarea de contratar personal y dirigir la reparación. El lunes inmediato los plomeros aplicaron taladro con hartas recomendaciones sobre silencio y prolijidad. Al practicar el primer agujero, me llamaron. Una pared falsa ocultaba cierto compartimiento desconocido; en él se vislumbraban estantes con libros mantenidos en secreto. Convoqué a Enrique de Vedia y suspendí los trabajos hasta nuevo aviso. En tanto se decidía un curso de acción, los lectores hombres fueron desplazados al baño de empleados masculinos. Dos días después, gente de la Directiva entraba, por un hueco cavado en la pared falsa, dentro del panel escondido. Imaginamos una colección inmoral, o prohibida, o papeles impresos demasiado valiosos, o agenciados por actos ilícitos, contrabando, robo, soborno. Se corroboró cada hipótesis. Ahí estaban ciertos textos de Sade, recónditos hasta la fecha. La "Historia de las guerras médicas", de Diodoro, desaparecida de la faz de la tierra. Diarios personales de personajes notorios, llevados en forma manuscrita y plagados de clandestinidades vergonzosas.
Los descendientes de los fundadores me encomendaron que clasificara el material. Al hablarme, esos atildados patricios disimularon su vergüenza y desconcierto, pero también una excitación inocultable. Inicié la tarea. En el baño clausurado, los plomeros aplicaron nuevamente sus martillos, envueltos en trapos. En los pupitres se albergaron los lectores habituales; los atendía mi segundo, Hermes Zicovitch, a quien se decidió ponerlo al tanto del acontecimiento del panel por tratarse del hijo del primer bibliotecario, ucranianos ambos. No puedo precisar cuándo hallé el tomo que relataba el crimen de un tal Cosme de Vedia. Debido a lo familiar del apellido, llamé al presidente de la institución. Este ratificó que se hablaba de su progenitor. El impreso revelaba intimidades, datos privados, muchos de ellos perturbadores, sólo conocidos por sus allegados directos. No daba lugar a equívoco alguno sobre la identidad a la que aludía. Pero De Vedia se fastidió: su antecesor había muerto accidentalmente en cierta expedición científica a la Antártida. No asesinado. "Debe tratarse de ficción" dictaminó refiriéndose al manual. El de Vedia descendiente comenzó a marcarme párrafos. Me leía en italiano. Pese a que él es romano de nacimiento, su conducta me llamó la atención. "¿Por qué me lee en esa lengua?" "Porque está escrito en italiano". Me marcó renglones para ratificarlo. Pero yo no comprendo el italiano y De Vedia lo sabe. Se lo hice recordar. "Dígame qué dice aquí", me pidió. Yo leí lo que veía impreso en perfecto español. "Alguno de los dos está loco", concluyó el presidente. Lo tomamos a Hermes de árbitro. Su dictamen sumergiría a de Vedia o a mí en un mal día. Hermes leyó. No le entendimos una palabra. "¿Y qué esperaban?" sonrió mi segundo: "¿o acaso dominan el ruso?". Los siguientes pasos ratificaron esa peculiaridad del volumen: llamamos a gente de diferentes colectividades, y sin explicarles la verdadera razón, les pedimos que nos escribieran éste o aquel párrafo en la lengua del libro y luego tradujeran el trozo. Aparecieron fragmentos en árabe, en francés, en alemán. Pero todos daban una versión coincidente en castellano.
Hubo entre nosotros tres una incipiente disputa por la custodia del libro. De Vedia hizo valer su posición en la biblioteca. A la mañana irrumpió demudado. Abrió la página 121: su padre e investigador había sido envenenado en el barco "El expedicionario", el 5 de enero de 1941. Por su colaborador y también médico, Alfonso Malfi. "Malfi cortejó a mi madre, durante dos largos años. Finalmente ella lo aceptó y se casaron. Ambos viven en Tucumán, ya octogenarios". ¿Qué hago? se preguntó De Vedia. Hermes trajó café y a un intruso: "Luis, holandés". El asunto se volvía chacota. Mientras se le agradecía al holandés y lo invitábamos a retirarse, de Vedia y yo nos pusimos a examinar el libro. Carecía de autor. La editorial, Galligard. 1942, el año de publicación. No se indicaba país, o dirección alguna.
Al presidente se le planteó un dilema ético: si sacaba a la luz el tema del crimen de su padre y lo investigaba, trastornaría la vejez de su madre (ambos presumíamos la veracidad del documento). Pero ¿podía silenciar el asunto?
Mientras lo meditaba, decidimos depositar la biografía en la caja fuerte de la Biblioteca. Mi mujer, a la que le conté la idiosincracia del volumen, me aseguró sin escrúpulos racionales que teníamos en manos un libro escrito por un ángel. Se reseñaban antecedentes al respecto en cierta enciclopedia de la Juventud que había hojeado de niña. Por esos días, se dio a conocer a la prensa la lista del resto de los incunables aparecidos en la Biblioteca. Hubo desenlaces judiciales, demandas ante estrados, visitas de eruditos de universidades lejanas, ofertas y codicias.
Veinticuatro horas después, el libro biográfico sobre el médico envenenado se constató desaparecido. Esa mañana, De Vedia nos convocó para darnos a conocer su decisión y se abrió la caja fuerte. Ya no se encontraba el extraño ejemplar en idioma angelical. Los tres nos sospechamos mutuamente; uno de nosotros se apoderó de esos inquietantes papeles. De Vedia, para proteger a su madre. Hermes, por un descuido, lo olvidó en algún bar donde adquiere sus habituales borracheras. De mí se dice que mi enriquecimiento repentino se debe a su venta a un coleccionista adinerado. Cuando aduzco que recibí un giro de un pariente extranjero, cosecho risitas. Se recela de todo aquél que aduzca inocencia desde su condición de nuevo rico. Pero sí soy inocente aunque no pueda demostrarlo. ¿Me creen?
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