Mar 23.11.2010
rosario

CONTRATAPA

Por los bancos

› Por Iván Fernández

Se sabe que lo que se denomina como centro no está en el medio, equidistante de los límites de la ciudad. Sin embargo, lo que llamamos centro de la ciudad sí parece surgir como el eje de un torbellino que acelera los movimientos de las partículas, desde la periferia hacia adentro. Los pasos de los lugareños se van acelerando, desde las villas a los barrios, al macrocentro, al centro. Y así como se va caminando más rápido desde las pampas hacia el río, también se van apresurando los flujos y caudales de dinero conforme uno se va acercando a las zonas de baja presión. Los bancos atraen las marchas y las apuran, de las piernas, del dinero.

En la mañana, todo corre como de costumbre. Entrando y saliendo de los bancos, los cuerpos engranan en corrientes que aparentan estar atadas a los pensamientos. La velocidad de las piernas, y la de los enunciados que corren por los cerebros, es la misma. Con las miradas perdidas, las manos peinan los pelos, pero, en realidad, parecen acariciar los pensamientos, intentando calmarlos.

Los uniformes están al día para participar de este desfile: trajes para hombres y mujeres (que se visten como hombres).

Los bares ofrecen los menú ejecutivos, que quizá se llamen así porque no esperan (ya están preparados) o porque resuelven alguna cosa (el menú es uno solo, es esto lo que hay y punto).

En la esquina de Sarmiento y Santa Fe la situación ya está apurada, pero aún, o quizá por eso, queda espacio para lo inadvertido. Frente al bar, un hombre mayor hace gestos que probablemente estén dirigidos a alguien, pero que nadie responde. El hombre llama con la mano pero nadie acude, repite los gestos una y otra vez. Cada tanto, muestra un diario a los autos que pasan. El titular de la página implora: "Inspiración local". A pasos del gesticulador, un chico de las periferias está sentado en la escalinata de uno de los bancos, mirando la vereda. Quizá convenga ahorrarnos la barata comparación: La escalinata de los bancos parecida a las de la iglesia.

Avanzo unas cuadras esquivando gente, hacia las máquinas que expulsan y toman dinero. Llegando a ellas, comienzo a compartir el camino con un hombre bajo, que camina a mi lado. La camisa y el pantalón le quedan grandes; la corbata más aún: le ocupa casi todo el torso. Ya entro al ámbito de las máquinas, un espacio de fábrica en el que uno no sabe si es operario o mercancía. Detrás ingresa el hombre Chaplin que me acompañaba. La fila es larga y las miradas de los indios están posadas en las pantallas, esperando que resuelvan rápido. Pero en la fila un par de mujeres, y un señor, dudan a que máquina asistir: tiene o no tiene sobre, habla o no habla. Las miradas de la fila cambian de posición, los pies se reparten nuevamente el peso del cuerpo. Como en el caso del que pregunta un precio o realiza una queja en la caja del supermercado, la serie de los que aguardan enfilados corta con sus ojos el aire. Finalmente, parece que uno de los cajeros no funciona. El Chaplin pregunta: "¿Por qué nadie usa ese?". Se le explica lo que pasa.

Yo ya salgo del zoológico de las pantallas, todavía me queda una estación: la última charla es con los cajeros humanos (humanos que son cajeros). Las puertas del banco de San Martín y Santa Fe son giratorias, antiguas y pesadas. Quizá por eso aceleran sus giros. Alguien las impulsa y, lejos de detenerse, aumentan su velocidad. Una mujer mayor y una chica se quedan unos segundos esperando que la puerta se canse, temerosas de meter un pie en el radio de giro de la misma. En el subsuelo del banco hago fila nuevamente. Los humanos que son cajeros cuentan dinero con unas maquinitas, ven pasar cantidades de billetes. Un hombre que no lleva traje cobra un cheque, no sabe firmar, le acercan una almohadilla con tinta. Yo cobro y me voy.

Ya en la calle, a contrapelo de la fuerza del torbellino, me alejo del centro. La bicicleta es rezongada por los autos que se apelotonan. Vuelvo a pasar por la esquina de Sarmiento y Santa Fe. El hombre mayor de los gestos y el titular ya no está más; el chico permanece sentado en la escalinata. El sol parte las veredas y en ellas corren hombres y mujeres con bolsitas que portan bandejitas, se desplazan a las zonas que originan los torbellinos: baja presión directamente proporcional a la temperatura.

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