CONTRATAPA
› Por Luis Novaresio
Uno: Cuanto más se muestra la muerte, más rápido se olvida. Me dijiste. Silencio. Malsana exposición de los detalles del único hecho incontrovertible de tu vida, tu muerte, la exorciza. Aunque no es eso lo que quiero decirte. Pienso. Silencio. Cuando se murió mi viejo, me dijiste, pedí que cerraran su cajón. ¿Qué es ese desfile de patos rumorosos asomándose al abismo de una caja de madera para convencerte a vos, a vos que una estaca está clavada en el medio de tu pecho, a vos quieren convencerte de que, de verdad, ellos sufren? Los miro, te dije, los miro y no los comprendo. Caminan con paso seguro simulando temblor para llegar, los más desfachatados, a apoyar las manos en el borde del féretro y, con un par de dedos cerca de la nariz, decir: pobre, quedó tan flaquita. O, no se puede creer, si ayer mismo lo vi pasar por casa. Te veo fuera de vos. Con ganas de gritarles que no hace falta pispear la muerte ajena para intuir la propia. Te vas a morir, tengo ganas de irrumpir. Sí, vos. Vieja ridícula que apenas lo conocías y ahora hurgas hasta en los bolsillos del pobre amortajado. Vas a estirar la pata como éste y no va a haber Cristo que lo impida. Te prometo venir a verte, vieja. Sí, vos hombre mediocre que buscás una anécdota algo distinta para tener que hablar toda la semana con los compañeros de trabajo. Vos también vas a tener que acostarte en ese cajón de mal gusto, lustrado para que brille en la nada oscura. Pero te detengo. Te digo que la gran Niní decía frente al cadáver: Qué increíble. Se acostó vivo y se levantó muerto. Así podés llorar con tranquilidad tu muerte.
Dos: El 15 de marzo de 1995 moría Carlos Menem hijo. Y a su lado, el piloto de autos Silvio Oltra. Me acuerdo que sentí que el entonces presidente parecía decidido a transitar todos los caminos posibles en la historia política argentina. Su afán de ser el mejor, el único, no sería sólo decir años más tarde que su presidencia era más transformadora que la de Perón. Sentí que hasta en esta tragedia quería ser inimitable.
Claro que no ha de haber dolor más desgarrador que la muerte de tu descendencia. Lo imagino. Claro. La simiente nace y muere después de tu siembra. Nunca antes. El dolor desgarrado debe ser más lacerante si no podés velarlo en la quietud de los tuyos, cajón cerrado, abrazos en silencio, olores de familia.
Recuerdo que San Nicolás hervía más que el día de la procesión de la Virgen. Qué paradoja, me dijiste. Si es acá en donde la propia madre le dio mensajes a una mujer para decirle que el creador quería una iglesia nueva, cómo es que no puede aparecerse ante esa mujer para darle conforte. Es raro. Un rayo, se dice aquí, indicó el preciso sitio de la entrada al altar, una mano levantó por la aprobación de la iglesia. ¿Y no puede aparecerse ahora? No digo a resucitar a ese pobre. Porque ya está muerto, siempre lo supimos. Sino para explicarle a esa mujer cuál es el sentido de este dolor. Si es que lo tiene. Me imagino a la mujer que se dice es omnisciente confesándole a esa mujer que no puede pensar en nada, que esa muerte no tiene sentido. Que ni ella lo puede explicar. Sería mejor consuelo.
Entonces empezó la apropiación pública de la muerte privada. Primero fue el relato de sus últimos momentos. Es ahora. No. Ya fue. De ninguna manera. Va a ser dentro de poco. Un discurso que sonaba a relato del gol de la victoria, del paso por la bandera a cuadros en el cemento de fórmula uno laudó sobre el fin de esa vida. ¿Se puede morir a las corridas, al ritmo del cuento de los otros? Se pudo. Allí, se pudo. Cuando placas rojas, voces ahuecadas, textos alambicados coincidieron, pensaste en la madre. ¿La habrán dejado ser la primera en enterarse de la muerte de su hijo? ¿Habrá podido ella decidir cuándo proferir el grito desde sus entrañas maldiciendo el helicóptero, la desaprensión de su hijo, los cables de luz, la creación misma? ¿O tuvo que someterse a la dictadura de la noticia pública? No creo que haya podido. No lo creímos. La vimos pasar a Zulema Yoma ante la mirada de cientos que le robamos la soledad que trae la muerte de un hijo. Yo me acuerdo.
Tres: Ahora le dicen "googling". Se trata de meterse en el buscador más usado por Internet para saber de qué se trata. Al diablo con la ceremonia de tu viejo buscando la enciclopedia ilustrada, a la de los animales, o la Geografía Universal con mapamundi incluido. Es el Google el remedio a la duda metódica. O a la duda permanente. Un pequeño aviso en el diario recordando la muerte de Carlitos, o del Junior, o como redundante ignorancia le decía Carlitos Junior. El buscador de Internet vomita 181.000 sitios. ¿Cómo? 181.000 espacios de familiares cercanos e ignotos remotos opinan sobre la muerte del hijo del entonces presidente. Hay libros que analizan si fue muerte accidental o asesinato. Fotos del día del accidente. Análisis políticos del presidente y la repercusión de su hijo muerto. Cadenas de adhesiones a la madre: rezos, supuestos testigos, pretendidos videntes.
Imaginá a la madre entrando con vos al Google. Su hijo no yace en el cementerio. Y no sólo te lo digo por sus dudas sobre el cadáver. Te lo digo porque hay 181.000 sitios que siguen escarbando entre sus huesos. ¿Inevitable? Sí, lo entiendo. ¿Y? Me dijiste. Inevitable, ¿y?
Cuatro: Zulema te hizo pasar a su propio dormitorio. Entramos juntos. Noté que dudaste. ¿Había derecho a profanar incluso el lugar en donde ella intenta dormir cada noche espantando los demonios de su hijo muerto? Siéntense aquí mismo. El borde de su cama era tan mullido como lucía. Un cobertor blanco inmaculado, almohadas, muchas, prolijamente apiladas. Más fotos, como afuera, de su familia desmembrada. Por la muerte y por la política. Durará una hora, más o menos, dijo ella. Yo pongo el "play" y los dejo. Sentí ternura por cómo sonaba su pronunciar la palabra "play". En plena Avenida Libertador de Buenos Aires vivía la mujer que peleaba por saber si su hijo había sido asesinado por la mafia. Ese fue su título. Yo peleo. Sola. Mafia. Cada vez que lo decía temblaba todo desde los cimientos. Sin conocerte, ni a mí, quiso vencer nuestras últimas dudas y nos propuso ver el video de la autopsia de su hijo. Pidió ella que lo filmaran guardaba una de las copias en un cassette común, de los que se compran en el supermercado, apilado sobre el televisor de pantalla inmensa de su dormitorio. Es la única video cassettera que anda, explicó. Pónganse cómodos sobre mi cama. No te preocupes por el cubre cama, hijo. Es viejo. Yo pongo el "Play" y los dejo. No quiero, no quise nunca, ver la filmación. Fue hace mucho. Mucho.
Zulema Yoma jamás vio el video de la autopsia de su hijo. Encontró el límite de su desesperación por la impunidad de una muerte. Allí. Con valentía, con enorme coraje, supo decir no. Es hasta aquí. Más, no puedo. Sí puedo con el poder, sí puedo perdonarme haber sido parte, sí puedo con el dinero. No puedo con el cuerpo de mi hijo muerto escarbado por manos sin mi sangre. Vos y yo lo vimos. Todo. La tierra que cubre el féretro que no coincide con la zona donde fue enterrado. La fauna cadavérica. Olíamos sin olor. La repugnancia. Los huesos numerados. El cráneo destrozado. Las objeciones de los especialistas. Los puntos anotados como dudosos. Un líquido malsano que se desplaza en el fono del cajón cada vez que es movido. Una voz disonante que asegura que está probado que no es el cuerpo. La pantalla a negro. El silencio nuestro.
Varios de los 181.000 sitios de Internet ofrecen, gratuitamente, los videos de la autopsia de Carlos Menem hijo. Busco si esos lugares marcan cuánta gente los ha "visitado". No lo encuentro. Pero mi googling los pone en primer término. ¿Eso significa que son los más "visitados"?. Quizá.
Cinco: La muerte más publicada y menos aclarada. ¿A alguien le importa hoy saber si Carlos Menem hijo murió asesinado o no? Con sinceridad. ¿Importa? ¿Y Sandra Cabrera? ¿Daniela Spárvoli? ¿Y los que no recuerdo ni en este recuerdo?
Ahora entiendo. Cuanto más se muestra la muerte, más rápido se olvida. Silencio.
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