CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo *
La destrucción o el amor. Ya nos besaremos luego. Ahora hay que discutir, dijo el marido joven a la esposa joven. Sí, dijo ella, vamos a discutir. Se subió la bombacha y se abalanzó hacia el marido para ahorcarlo. El la tomó de las muñecas y la doblegó hasta que cayera de rodillas.
Espero que te mueras joven, dijo ella. ¿Sí?, grita él, yo también tengo un deseo para vos, ojalá que te mueras vieja.
Ella hizo ademán de golpearlo pero se detuvo. La presencia desagradable de una mosca la distrajo. Frunció el ceño. El buscó un tono conciliador: una mosca sobre las cortinas no es gran cosa, podrás acostumbrarte. Asqueroso, gritó ella. Vos la dejaste entrar para que me pusiera furiosa. Eso es una estupidez, dijo él, tratando de aplastarla. No vuelvas a insultarme, exigió ella con los dientes apretados.
Por fin el marido joven dio muerte a la mosca y su esposa le gritó ¡asesino! Entonces él pensó que el padre de ella pudo haber sido el inventor de la bomba atómica y sintió desprecio. Se burló de todos los fracasos de su vida. Le reprochó que no supiera andar en bicicleta, que coleccionara frascos vacíos y roncara al dormir. Y como todo eso era cierto, ella no pudo defenderse. Entonces volvió a quitarse la bombacha y los zapatos. Sin bajar la cabeza, se abrió de piernas sobre el sofá porque la propia culpa la movía a perdonarlo.
Los crímenes del aire. Ella debe que viajar durante varios kilómetros. Ante el primer semáforo, detiene su auto junto a uno de dos puertas. El conductor tiene aspecto de usar una buena loción para después de afeitar. Ella lo ve quitarse del bigote una perla de saliva o un hilo de jugo vaginal. Se acomoda en el asiento y mira hacia otro lado. Luz verde. Cada cual en su mundo hasta el próximo stop.
En un viejo automóvil de marca francesa, ve a una anciana que apenas asoma la frente por el parabrisas. Las arrugas no la privan del escarnio lúbrico: mira con fruición la palanca de cambios.
En el siguiente cruce de avenidas, ve a la muchacha de pelo rojo y auto color plata, llevarse los dedos a dónde cualquiera quisiera llegar.
A la izquierda, un joven de camisa con estampados búlgaros, se mira con orgullo la pata de cerdo que espera ser adobada. Al ritmo de un rock pesado, golpea suavemente el volante y hace eléctricos movimientos hacia delante y hacia atrás.
Ella siente que la tarde se va tornando espesa. Todos los caminos la extravían. Se mira los muslos azules. Ya no recuerda a dónde va.
Temblores. Mis culonas giran en torno a sus fantasías. Unas a otras se preguntan cuándo van a tener el coraje de dejarse caer en ellas. La respuesta que no llega, es su ruina.
Lámparas con celofán. Una legión de putas colmó la penumbra del bar. Los hombres se estremecieron ante el olor suelto de los cuerpos. Hundieron los dedos en jalea rosada. Desataron nudos con los dientes. Escupieron besos. El cuerpo a cuerpo fue un encadenamiento de sudor y baba. El asco era dulce. Entre todos crearon un lugar donde el mundo, por fin, se parecía al mundo.
Pozos de tanta esperanza. Con su mueca de junco, él se inclina sin orgullo, según lo roce el aire, porque no sabe ser duro y cruento. Su silencio desemboca en un saber sin salvación. Su quietud morosa y desinteresada no violenta la realidad del pantano.
Cómo me gustaría precipitarlo o que él me precipitara. El me miraría un momento con los ojos despavoridos y luego lanzaría una carcajada. Si en cambio él me empujara a mí, en un resbalón yo le entregaría la imagen de mis ojos desorbitados, pero sin horror, porque sé que él no sabe ser duro y cruento. Porque estoy deseosa de que caigamos juntos, para comernos las raíces y enterrarnos orgasmos en el corazón. Porque estoy segura de que juntos no vamos a procrear sino esperanzas.
Cuando el lucero es la luna. Titubeando, cayendo, levantándome, voy mojando migas de pan en el jugo de mi corazón. ¿A quién alimento?
Un día puede ser tan largo como una cordillera. La nube que imagino no cabe en este cielo.
Llévenme a otra parte. Acérquenme a cualquier cosa. Puedo rodar como un tren hasta la luna. Puedo inventar un arrullo natal. Trato de escribir en mi propio idioma. Llevo años amarrada a lo perplejo. Ya no distingo invención de recuerdo. Señales de desvíos.
Pierdo y gano la existencia. Hago malabares con flores y con fuegos. Soy parte de cualquier raza amenazada. No creo en nada y lo espero todo. Sobre el trapecio del mundo camino en puntas de pie. Soy coleccionista de últimos suspiros. Duermo por las noches y me hago de comer por las mañanas. Como si ello no bastara, leo de corrido la espuma del café instantáneo y suelo encontrar mi nombre escrito en una página del diario.
Espíritus jadeantes. Cada noche mis culonas cuelgan sus corazones intactos. Me pregunto qué tiburón les ha negado su cariño. Qué grano de arroz les atragantó el hambre.
¿Cómo describir sus senos? Y ¿para qué? Mis culonas esperan que alguien les quite el corpiño. Que un perro desentierre sus huesos. Que las aves anuncien un vuelo.
Imaginan un pez que las muerda hasta la muerte. Un lobo que les aúlle hasta la luna. Mis culonas no acaban nunca de chuparse los dedos. Viven en preparativos. Acostumbran a regresar a casa en taxi los domingos. Se emborrachan sin ganas y con asco. Aterrizan en camas manchadas de orines. Sueñan con irse a cualquier parte del mundo a morir de hambre. No les interesa dónde guarda el cura las llaves del sagrario. El cura sólo las cree capaces de herejías. A cualquier parte, ellas se irían en un barco que zarpara del infierno. Si no estuvieran sentadas se caerían al suelo.
Mis culonas quisieran morir como una estatua que no sufre. No han conocido a nadie que descubra en sus miradas la íntima perla de su ser. Sólo un milagro de resistencia las explica. Una sobreadaptación a la vida las hace grises. No comprenden sus propias ideas. Sienten que son lo intangible de sus cuerpos. La llamarada sin el resplandor. La agitación sin el viento.
Ay, de la pena si ellas se atrevieran a cubrirse con sus propios besos. Ay, de la soledad si se animaran a gruñirle con sus labios de lobas.
Primero nada, después poco a poco.En el bar encuentro a la muchacha rubia con vestido negro y gesto de hoja que se desprende del árbol. Encuentro a la morena alta, de cabellos cortos y dedos largos. Entre las mesas se abren pequeñas calles humeantes y mal iluminadas. Ellas las recorren de tal modo que siempre las pueda ver. Yo evalúo cuestiones de peso e ingravidez. Cuando todos se marchan, me dan de comer frutos fuera de estación y bebemos ron con sabor a pelo de montaña. Las tres usamos las bocas para algo más que pronunciar palabras. La rubia me llena el crepúsculo con pétalos viejos para que yo no sueñe con músicos ni con boxeadores. Hago todo para que la morena no hable mientras mete sus dedos en mi madrugada.
Mi debilidad por las meseras jóvenes y la escritura en espiral es simétrica e ingobernable.
Bulevar, postigos y misterios. Ya sé quiénes son todos los que se presentan aquí: réplicas mías. (Conozco muy bien mis eufemismos.) Lo que ellos dicen son cosas que yo bien podría decir. Acepto sus torcidos esquemas sexuales. No desdeño ninguna irreverencia. Hablo sobre sus pájaros implumes vomitando miel en cálidas pajareras. Admiro a los canarios que cantan por sí solos y a las culonas que guardan sus secretos entre las piernas. No hay fronteras entre ellos y yo. Somos un solo aliento que respira. Si no existieran, yo no existiría. A todas mis réplicas les juro que si seguimos así, no moriremos.
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