CONTRATAPA
› Por Iván Fernández
Sobre la vereda se ordena el estacionamiento. Los autos se inclinan y forman fila, las motos se rozan y amontonan, las bicicletas son maniatadas, ante la mirada del guardián de las ruedas. Palo en mano el hombre avanza, se desplaza, controlando los vehículos, ninguno se mueve.
La entrada al edificio es la apertura de un mundo lleno de caminatas, que ya se había anticipado en la vereda. Antes de totalmente ingresar, hay que pasar los bolsos por una cinta. Otro guardián, esta vez uniformado, mira con gesto aburrido los bolsos que pasan. La cinta lo envuelve en una escena que parece la de una fábrica: Es como si, al igual que una lata de atún, la seguridad también se produjera.
Ingresado en el recinto principal, me toca ir a sentarme sobre unas sillas a esperar un número. Está claro quienes venimos de afuera y quienes habitan adentro. Los lugareños portan trajes, camisas, chombas, formalidades y superficies planchadas: lo que se tiene. Los de afuera se hunden en la diversidad de los buzos, pantalones de trabajo, arrugas, limpiezas y suciedades: lo que se puede. Los del lugar van y vienen (el resto más bien espera), llevando y trayendo grandes pilas de papeles: este es su rasgo característico. Algunas llevan en la mano, otros en carrito, unas inexplicables pilas de hojas escritas.
Enfrente a las sillas en las que espero hay una tienda de diarios y revistas que algunos pueblerinos visitan.
Cada tanto suena un timbre que juega con dos o tres notas, avisando el cambio de número sobre una pantalla.
Mirando la pantalla de los números, a mi lado se sientan dos señoras para quienes el mundo parece estar lleno de cosas impresionantes, fantásticas, y afirman: "¡Qué barbaridad!", una y otra vez. Mientras las señoras continúan exclamando sus impresiones, se acerca desde una escalera un hombre del lugar (pantalón de vestir y chomba) con, obviamente, una pila de papeles en la mano. Se dirige en dirección de las sillas, difiriendo de sus compatriotas que se van metiendo en otras salas. Pasa las primeras sillas y enfila hacia mi hilera. Busca a alguien, quizá a mí. Viene a decirme que en esos papeles está mi nombre, que ya sabe mi cara y todo lo que he hecho y haré, que los guardianes de las bicicletas y de los bolsos eran cómplices en mi búsqueda, que tendré que quedarme en el pueblo, que está quebrado mi anonimato, que en esos papeles (justo en esos) dice una y otra vez mi nombre. Pero no, sólo pasa por el pasillo y mira de costado a las señoras de la barbaridad que, imprudentemente, no le prestan atención.
Los de afuera siguen esperando y cada tanto frotan entre sí sus manos, que, duras, oscuras y rugosas se confortan. Los de adentro no frotan sus manos, las usan para sostener papeles o teléfonos. Y son blandas, blancas y amarillas. Será quizá que los dedos y las palmas van tomando las formas, colores y texturas de los trabajos. Los de afuera tienen las manos llenas de tierra y de cemento, los de adentro, de escrituras sobre papeles. En la tienda de los diarios se han amontonado algunos lugareños (las manos blancas y blandas) que conversan, detenidos frente a las tapas de las publicaciones, como esperando instrucciones, como esperando que los inviten a endurecer sus palmas contra los manos duras.
En la espera, el timbre sigue cantando su ajustado repertorio. Ya llega mi número y empiezo a preparar mis papeles. Cuando finalmente el conteo me señala, ingreso en una sala. Si en las sillas reinaban las alturas del timbre, aquí lo hace la percusión de los sellos. Cuatro o cinco manos blandas se enfrentan a pequeñas filitas de manos duras que les muestran sus papeles. Después de que dos o tres manos blandas certifican que soy quien digo ser, que hice lo que digo que hice, salgo.
En la vereda una mujer llora, un hombre la consuela y le ofrece: "Vamos a tomar un café". En la calle está escrito: "Reutemann asesino".
El guardián de las ruedas me recibe sonriente, como a todos los que salimos. La bicicleta está atada, pago y me voy.
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