CONTRATAPA
› Por Adrián Abonizio
Mi papá era un demonio simpático, escéptico, que no pesaba más de sesenta kilos. En su audacia que le crecía de saberse diminuto en un mar de gigantes, hacía elevar su figura por medio de artes y pases mágicos. A veces lo retaban como a un chico y otras le regalaban una corona de laureles que él mismo apuraba a ponerse en la testa de pelo enrulado y desde allí, desde el promontorio feudal daba órdenes que no se entendían, susurraba chistes bastante malos, invitaba a ser como él, a meterse en su mundo giratorio y espectacular, pisar la tierra germinando chanzas y malos entendidos, tentado hasta el punto de no poder caminar con las ocurrencias que generaba. A mi papá, me parece que le fallaba un poco. Pero era feliz con su mundo insomne de estrellas fugaces y cacerías de leones que él mismo hacía rugir, ambientando la casa toda en un inmenso cubil de fieras, desprovista de todo rango la imitación le salía horrible pero surgía de cada rincón del hogar donde hubiera una cortina de tul o un esquinero en penumbras que no identificase a la bestia en su guarida de espinos. Mi madre, transpirando en esos veranos indormibles iba y venía acarreando trastos o lavando.
¿Por qué la mutación sucedía con los calores? Me resultó un misterio hasta que de grande, entrando a la rueda del trabajo entendí que eran sus vacaciones y se divertía a su modo. Por otro lado, los leones por aquella época andaban más agitados que de costumbre en Africa, rondaban los campamentos, acorralaban el ganado y solían, cuando la ocasión era propicia comerse un negro. Esto ocurría cuando mi papá no iba a la fábrica y ella llevaba adelante el orden constitucional de la vivienda. A veces era descubierto en esos arrebatos de imitación de fieras: Era un timbrazo, algún pariente o vecino que atinaba a pasar por casa y entonces todo se arruinaba y el volvía ponerse serio, le aparecía un cigarrito entre su labios y atendía las visitas con displicencia, adusto, infantilmente dolido por la interrupción. Tenía que ser un hombre adulto de nuevo y esa ficción lo malhumoraba.
En la noche, regularmente tras el noticiero radial de las diez, entraba de nuevo a rugir y subía las escaleras; sus omoplatos oscilando de un modo acentuado, marchando hacia arriba con el oído atento, se diría que se deslizaba. Nadie podía oirle a media docena de pasos. Conocía a la maravilla todos los ruidos habituales de la casa: El estallido de un carbón, el aceite al fuego, al paleteo del ventilador. Si algún sonido extraño se mezclaba a los ya conocidos, se paraba en seco hasta saber con claridad de que se trataba. Luego proseguía su marcha como una sombra. Yo lo miraba ascender en cuatro patas, testigo único de su acechanza y no entendía cómo el mundo, mi familia entera no salía a admirarse de aquella figura nocturna. Pero todavía no había llegado la hora silenciosa de las selvas, por el contrario, cada mata, cada cañaveral, era una caja llena de sonidos. Por eso el león sabe perfectamente cuáles son las notas de esa melodía y nada lo puede agarrar de sorpresa.
Espera, arriba, dando lentos paseos sobre el cemento aún caliente, detenido en punto, mirando a la luna para que yo lo admirase. Me mandaba entonces un rugido bajo, rápido como una pequeña explosión para asegurarse el camino libre en el bebedero. Ya ha anochecido por completo: la caza va a comenzar. Abajo en la cocina espesa de movimiento y calor, mi mamá y mi hermana juegan distintas cosas. Una zurciendo, la otra apilando cajitas de remedios vacías como una fortaleza de muñecas. En el patio de baldozas grises se pueden oir las ranas, la empeñosa y desvelada sierra de la carpintería de al lado. Mi padre, convertido en hombre fuma apoyado en la barandita y yo piso su sombra de espaldas, burlándome de la fiera distraída. Pero algo, mi olor, algún chasquido lo pone en alerta: hay luna y la noche blancuzca dificulta considerablemnete sus movimientos tanto más cuando las cebras pastan en medio de un claro. Vigila desde el borde de la baranda, desde el borde de la selva. Como buen cazador tuvo el cuidado de colocarse contra los vientos de sus víctimas para no ser advertido por el olfato de los animales. Permanece un momento así, como quien reflexiona y estudia un plan de campaña. Se dirá entonces que no es animal feroz, sino un simple observador. Su cola oscila y sólo en el nerviosismo de sus movimientos se adivina la inquietud del animal. !Ah si tuviera una leona para ayudarle! Todo se volvería infinitamente más fácil: Harían entonces un cerco, uno de ellos espantaría la caza y el otro la sorprendería en la huída. Pero el animal está solo, tiene que valerse de sus propios recursos, sin esperanzas ni auxilio. La paciencia, en estos casos, es admirable. Quien pudiera verlo notaría un fulgor más brillante en su mirada, un lamerse el hocico de manera característica en él cuando tiene una golosina a la vista. Está mostrándome cómo se hace, cazando para mí, para su cachorro y abajo la familia espera que regrese, bajando las escaleras con una cebra con el pescuezo roto con que alimentarnos. Por ahora soy su ayudante en las sombras y él no lo sabe. Creen que está loco. Ignoran cómo se tranforma un hombre si quiere, cómo es el león en verano.
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