Mié 23.02.2011
rosario

CONTRATAPA

Pececitos de colores

› Por Adrián Abonizio

No es que todos estaban esperando que el Tano Ruggiero se ahogase con su canoa, pero hace rato que la fatalidad lo rondaba y con su proceder la estaba alimentando hasta empacharla. La canoa era una ruina marrón con restos de otra pintura florida por debajo: hasta el nombre había perdido. La Santa, le llamaba él cuando la calafateaba bajo el único olmo donde se guarecía empeñosamente a arreglar lo inarregable: hacer que ese pedazo de madera flotase y lo pudiera remontar aguas abajo. La Santa, ahora con la creciente, estaba amarrada al palo de fierro de la bajada donde el agua llegaba para lamerla. Y eso era un alivio, prolongaba la vida de Ruggiero que daba vueltas por la zona, acosado del infortunio de no poder seguir emparchando la loza muriente, esa tumba de cedro que se lo iba a resultar devorando. Dormía en La Santa, envuelto en unas ruanas y nylon por si llovía, vigilando su prenda más querida, inolvidablemente ingenuo al deducir que alguno se quisiera robar ese fósil herrumbrado. Más abajo todo estaba bravo: los ranchos casi habían desaparecido, los caminos sepultados y de aquellas curvaturas y quebradas sólo se veían las puntas de los espinillos de la islita de enfrente, el rancho de Tulio aguantando. Llegamos con Varela y mi papá hasta el borde y ya nos estábamos subiendo a la canoita a motor, dirigiéndonos en medio de esa turbulencia errática que traía el agua hacia el rancho sin saber si lo encontraríamos, porque estaba a la vuelta del acantilado medio y desde allí no se veía. Mi padrino chifló aliviado: lo divisábamos impávido entre las piedras, sin agua, junto a dos más a los que por ahora el río no se les había animado.

"Llegamos", dijeron ambos a la vez. Por el borde, pegada a la barranca, se asomó Juana, la mayor de los Cirico. Anunciaba las cosas que habían ocurrido en la ausencia: que había familias enteras durmiendo dentro de los ranchos, con el agua hasta el borde las camas altas y la canoa dentro de lo que pudo haber sido el living, pongamos. Que Ruggiero, cansado de esa inundación, había amagado con meterse al lecho con La Santa y probarla en medio del barullo acuático. "Está loco el viejo -largó ella afinando la voz--. ¿Se quedan, no? Le voy a avisar a Luisita", y dio un vuelo de caderas para irse a su casita de chapones y cemento visto que lindaba con nuestro rancho. Varela extrajo el mediomundo y tiró como para intuir el agua, sentir la fortaleza secreta de los turbiones. Desde los escalones mundeaba y fumaba anticipando el mate que mi papá preparaba.

Lo ví subir los peldaños sonriendo. "¡Mirá che Costeleta, mirá lo que pesqué para vos!". Unos brillitos inusuales sobresalían del agua chorreante que escapaba del entramado: eran unos pececitos extraños, plateados con filo rojo, y otros como monedas de oro con vivitos negros. Y un tercero allá abajo del manojo que se destacaba porque era largo y fino como una aguja. "Son del Brasil", dijo mientras lo ponía en un tacho con agua oscura. "Mirá Costeleta, son una hermosura, vienen con la crecida... a la vuelta te los llevás para tu pecera". La hermanas Cirico llegaron con una bandeja de lata cubierta en mantel, traían pastelitos y murmullos entre ellas que las hacían reír. Miré a mi padre: inalterable saludó haciéndose el desentendido. Varela en cambio nada ocultaba: tenía una sonrisa de oreja a oreja por donde escapaban todos sus dientes de galán recio y el humo de su cigarros sin filtro. Orondo, feliz, arrimó dos sillones y las atrajo hacia su círculo. Habían dispuesto cuatro asientos. Yo sobraba, así que me fui para el lado de las toscas sin mucho para recorrer porque enseguida empezaba el agua; llevé como excusa un mojarrero. Desde ese ángulo de tierra endurecida los sentía charlar. Después vino el mediodía, el sol agrisado amagó con salir, comimos los cinco un módico asado que descongeló mi viejo; me ofrecieron vino por primera vez y concluí que la vida grande no era tan difícil: enfrente estaban ellas, calmadas como perras comidas y ya bebiendo el café. Otra vez, pedí permiso y me fui a pescar. Pero al rato me entró una modorra gigantesca y me atreví a volver sin hacer ruido y pasando cerca anuncié que me iba a dormir la siesta, hecho extrañísimo que motivó a mi viejo preguntarme si me sentía mal. Dije "no, vos hacé...", y me derrumbé.

Imagino que habré soñado muchas cosas pero una gran tormenta pareció abatir todo; el mundo real de mi barrio, allá en la ciudad en donde el agua cristalina, un agua de mar, entraba en todas las casas llenándolas de pececitos hermosos como los que me habían regalado. Desperté casi con la noche encima: estaba solo en el rancho. Cuando me asomé, vi pasar como en una postal de fantasmas, lentamente, erguido en su canoa a Ruggiero aguas abajo hacia el puerto, rumbo al remanso Valerio. La curva de su espalda fue lo último que ví. Quise avisar pero nadie había. Unos ruiditos cercanos del rancho contiguo me confirmaron que había gente y que las hermanos Cirico tenían compañía.

Extrañaba la televisión, mi mamá y su andar. Estaba solo y un poco horrorizado en el mundo anochecido. Los sentí regresar de al lado y me metí de un salto en las cobijas, simulando dormir. "Todavía apoliya el Costeleta con su tesoro al lado de la cama", susurró mi padrino y mi viejo que le acotaba: "Despertalo que si no se nos va a desvelar". Cuánta razón tenía: nunca más dormiría, estaría siempre alerta. "Nunca más", me dije, y metí la mano colgante en el balde con mis pececitos de colores.

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